Cargando
página

Los Pieles Rojas



Los Pieles Rojas eran unos indios americanos que vivieron hace muchos años en el lejano oeste, por la provincia de Lugo y alrededores. Se les llamaba así porque tenían la piel muy colorada de tanto comer productos picantes y de beber vino de Rioja en abundancia. Eran unos grandes saltarines ya que gran parte de su tiempo lo dedicaban a saltar diligencias, carretas de colonos o buscadores de oro y, a veces, caravanas enteras; luego pasaban el platillo y recogían la colecta, que generalmente era bastante sustanciosa. Estos indios tenían fama de ser muy guerreros y amantes de la caza pero también eran muy desvergonzados, ya que vestían de una manera muy provocativa, exhibiendo impúdicamente gran parte de su encarnada anatomía. Todo esto llegó a oídos del Papa, quien al enterarse puso el grito en el cielo, con lo que agarró una afonía que le duró varios meses.
El enrojecimiento habitual de estos indios se veía incrementado durante los meses de verano, a pesar de que por aquel entonces la capa de ozono contaba con una buena tapadera. Era típico del lugar verlos pasear por esas fechas más colorados que un turista sueco en Benidorm. En estas circunstancias había que ser muy cauteloso con ellos pues las palmaditas en la espalda les ponían de muy mala leche.
El desierto, próximo a las praderas donde cazaban los Pieles Rojas, se ponía insoportable de calor durante la estación estival y el único ser viviente que disfrutaba de tan árida climatología era la serpiente de cascabel (sonajerus culebris) que aprovechaba para campar y huertar a sus anchas y largas. Dicho ofidio producía un tintineo alegre semejante a una bolsa llena de monedas de oro, lo cual fue la perdición de más de un miope, pues el veneno de dicho reptil era mortal de necesidad según se especificaba en un real decreto. A veces se reunían varios de estos crótalos en algún nido de víboras y aprovechaban para interpretar la quinta sinfonía de Beethoven para cascabeles y sonidos sibilantes, favorita entre al amplio repertorio que contaba con piezas tan célebres como: «doce cascabeles lleva mi caballo», «¿quien le pone el cascabel al gato?», «la luna cascabelera» y un sinfín de temas navideños de lo más heterogéneo.
En tan acalorados períodos, la sequía y el peligro de incendio aumentaban. Para contrarrestar estos inconvenientes climatológicos era muy típico verlos ejecutar la danza de la lluvia, baile parecido a la jota aragonesa y a la y griega, solicitando el favor de los dioses con objeto de refrescar un poco el ambiente.
Los Pieles Rojas vivían en chozas o chabolas en forma de cucurucho invertido, ya que si ponían el cucurucho en la posición correcta la inestabilidad del habitáculo era manifiesta; además, en época de lluvias el salón-comedor-cocina se ponía perdido de agua y después no había quien lo encontrara. Debido a todos estos inconvenientes un buen día se decidió invertir la posición del cucurucho y el tiempo (el cronológico y el atmosférico) confirmó más tarde que fue una decisión de lo más acertada.
Los indios Pieles Rojas se agrupaban en tribus de unos pocos individuos para facilitar la labor del Censo, que por aquel entonces aún no se había informatizado. Dichas tribus estaban gobernadas por un Jefe guerrero, que daba las órdenes oportunas para organizar la sociedad en pos del progreso de la raza, y un Consejo de Ancianos, que se encargaba de pararle los pies al Jefe cuando éste se desmandaba. El servicio militar era obligatorio para los miembros varones, y duraba prácticamente hasta la vejez o la muerte en combate. Las mujeres no tenían miembro, ni lavavajillas, ni derecho a sufragio, ni perrito que les ladrara y se pasaban el día holgazaneando holgadamente.
Los guerreros, en tiempo de paz, se afanaban en jugar al escondite o, como se le denomina ahora, buscar Camorra, y cuando Camorra se escondía tan bien que se hacía ilocalizable, se entretenían cazando búfalos o jugando a la brisca en la tasca del poblado. En cambio, cuando desenterraban el hacha de guerra no había quien los aguantara, pues se pasaban el día haciendo el indio y realizando una trastada tras otra como una manada de salvajes gamberros: hacían pintadas en las paredes de Fort Apache, destrozaban cabinas telefónicas, quemaban buzones de correos, cortaban cabelleras, hacían la manicura y un montón de perrerías más.
Lo más pintoresco de estos indios era los apelativos con que se identificaban para distinguirse unos de otros. Estos motes o nombres primitivos casi siempre hacían referencia a alguna característica destacada u original del individuo en cuestión. Por ejemplo: «Saeta Veloz» siempre corría hacia el campo velozmente aquejado por su diarrea crónica, «Gacela Silvestre» era una maciza indomable por sus modales asilvestrados, «Pluma Dorada» era la vedette oficial de la tribu que varias veces había recibido el premio «miss pechuga mojada», ya que los Pieles Rojas nunca usaban camiseta, «manos temblorosas» era el viejo verde que perseguía a las muchachitas más inocentes del grupo (murió de una coz que le propinó una búfala al verse acosada sexualmente por tan perverso anciano), «Terciopelo Sedoso» era el mariquita, «Tótem Carnoso» era el superdotado, «Puchero Sabroso» era el cocinero, y así hasta un sinfín de nombres de lo más curioso y variopinto.
Religiosamente se les podía catalogar en la sección de varios ya que tenían diversos dioses, uno para cada ocasión, aunque el más nombrado era Manitú, que debía ser el jefe de todos ellos. Los dioses eran adorados con rituales que incluían, habitualmente, el sacrificio de algún animal; salvo en Viernes Santo que sacrificaban un bonito del norte, un feo del sur, un horroroso del oeste o un horrible del este.
Un buen día, un grupo denominado «defensores de los derechos de los animales» se manifestó contra los rituales tradicionales por considerarlos crueles y poco respetuosos con la vida animal del planeta. Tras algunas sentadas frente a la tienda del Consejo de Ancianos y algunas huelgas de hambre que hicieron crecer los adeptos a la causa, alcanzando estaturas de un metro noventa y cinco, consiguieron la abolición de tan inhumanas prácticas. A partir de entonces las ofrendas a los dioses consistieron en: coles de Bruselas, fresas de Lepe, plátanos de Canarias, nueces de California y otros tipos de vegetales con denominación de origen.
Los nuevos rituales provocaron una falta de interés en los más conservadores y se produjo una crisis de creencias religiosas; hasta que, años más tarde, sufrieron la influencia iluminadora del budismo a través de un chino que pasaba por allí por casualidad atravesando el desierto descalzo, con las botas colgando del cuello y alimentándose de raíces. El chino les inició espiritualmente y les enseñó algunos golpes de kung-fu para que aprendieran a defenderse del Hombre Blanco, que era el peor enemigo de los Pieles Rojas.
El Hombre Blanco era un tipo gordo y grasiento, propietario de un «holding» inmobiliario que pretendía hacerse con los terrenos de los indios para construir rentables bloques de apartamentos a precio de saldo, con la intención de fomentar el turismo y el progreso para enriquecerse aún más. Como los Pieles Rojas se oponían a tales especulaciones, el Hombre Blanco hizo gala de su inmenso poder y les envió al séptimo de caballería para darles un buen escarmiento. Si no vendían por las buenas, venderían por las malas.
La caballería realizó una buena escabechina y el Hombre Blanco se salió con la suya, como de costumbre. Grandes rascacielos fueron construidos en mitad de las praderas donde cazaban los indios. Así las cosas, a estos no les quedó más opción que agruparse en reservas y solicitar del gobierno la denominación de «especie en vías de extinción». Para cuando les llegó dicha calificación, dada la lentitud con que trabajaba el gobierno, ya se habían extinguido sin remedio.



Clica en las flechas para ver más páginas