Hola, teneis ante vosotros a un «pringao» con un marrón: hablar a un público desconocido sobre las corridas de toros como un ejercicio de oratoria expositiva. Por suerte, considero que es un tema que, para tratarlo, no se necesita tener una capacitación especial, ya que se reduce a una cuestión de moral y humanidad.
Como niño de pueblo andaluz que fui, pronto me quedó claro que no debía encariñarme demasiado con las gallinas, ya que en cualquier momento podía llegar mi padre, rebanarle el pescuezo a una, sin contemplaciones, y acabar en pepitoria sobre la mesa familiar.
Y es que la gente de pueblo parece ser más capaz de tomar distancia y no ver la personalidad entrañable del animal, que todos la tienen, hasta los más feos. Ellos los ven de una manera más práctica. Más a su disposición para lo que les sea conveniente a ellos.
Por lo que respecta a las corridas de toros, me gustaría opinar sobre tres pilares que considero importantes en esta cuestión. A saber:
La fiesta nacional, o cómo nos proyectamos al mundo
El arte de la tauromaquia y
El arraigo de las tradiciones.
Voy a prescindir de recursos gráficos ya que considero el tema muy conocido y no lo creo necesario. Quien más quien menos tiene sus imágenes y recuerdos sobre el particular.
La fiesta nacional es un tópico muy extendido sobre nuestro país. Si le preguntas a un inglés, te dirá:
— Oh, yes, España. Paella de patatas.
— Johnny, ¿qué dices?
— Oh, yes, yes. Tortillo del Piquillo.
— Johnny, frío, frío.
— Oh, yes, yes. Corridas de toros. Olé.
— Bueno, Johnny, te doy un cinco y medio en españolidad.
En fin, que ya veis que es algo muy conocido. Pero qué imagen estamos proyectando realmente ante el mundo civilizado. Sale un tío, vestido con unas mallas de colorines ante el ruedo internacional, se quita la montera, saluda al respetable y grita: «semos más brutos cun arao, pero estamos orgullosos de ello». Así es como yo lo veo.
Y es que estos taurófilos no parecen tener miedo al ridículo, ni vergüenza de quedar ante el mundo como cavernícolas modernos. Es como aquel brasas en la discoteca que ya ha sido rechazado por la chica mona de turno, con indirectas, evasivas, hasta con malos modales y cuando ella ya dice hastiada «me marcho» el otro todavía es capaz de decir «¿a tu casa o a la mía?»
Cambiamos de tercio y nos vamos al tema del arte de la tauromaquia. Es evidente que hay que ser un gran artista para crear un monumento como Mónica Bellucci, bendito sea Dios, pero ¿hay arte en la tauromaquia?
El mundo del toreo está rodeado de grandes alardes de arte y artesanía. En los caros trajes de luces y en los vistosos adornos que puedan lucir los toreros hay muchas horas de creación y dedicación. Pero en cuanto el toro sale por el portón del burladero comienza ante los ojos de los asistentes otro arte muy diferente en el que fueron grandes maestros los orientales con sus prisioneros de guerra: la tortura.
Un arte que consiste en prolongar el sufrimiento de la víctima, no ya para que delate sus debilidades bélicas sino para prolongar el lamentable «espectáculo» al que es sometido el animal. Un protocolo muy elaborado y dosificado del martirio aplicado con profunda ciencia y sabiduría.
Un ensañamiento progresivo que culmina con la exaltación y celebración del crimen de una víctima inocente, que se ha defendido como ha podido estando en clara desventaja. Humillada y tratada con desprecio y prepotencia a lo largo de todo el proceso.
Aquí no hay ninguna igualdad de posibilidades. En cada corrida mueren seis toros y, muy de vez en cuando, algún torero. Las estadísticas cantan. Esto no es el circo romano, aunque se hable de arte y honor es algo mucho más rastrero.
Un nuevo cambio de tercio y nos enfrentamos al arraigo de las tradiciones. La tradición es algo que se hace por la inercia de la costumbre pero que llega un momento histórico en el que se abandona y se evoluciona.
Cuando éramos monos era tradición vivir en los árboles pero llegó un día que empezamos a cobijarnos en cuevas. Y, de nuevo, esa tradición se abandonó para construir cabañas en sitios concretos que resultaban de interés para la tribu.
El toreo, hoy, ya es algo retrógrado; una reminiscencia del salvajismo pueblerino donde los conflictos se dilucidaban a pedradas.
Si, a lo largo de la historia, hemos reconocido derechos a negros, mujeres, gays, etc. es lógico pensar que es una simple cuestión de tiempo que se acaben reconociendo los derechos de estos animales y se terminen con estas prácticas tan bárbaras.
En algunos sitios ya no se consiente la explotación animal como parte de un espectáculo. Ni en un circo, ni en los espectáculos ambulantes con su famosa cabra a ritmo de pasodoble y hasta las corridas de toros han sido prohibidas en ciertos lugares. La suerte está echada, ya tenemos precedentes. Y resulta muy evidente, además, que este «negocio» hoy día no se sostendría si no fuera por ciertas subvenciones culturales muy discutibles.
Como seres evolucionados, debemos respetar a los animales y sus vidas como hemos aprendido a respetar a otras personas. Tengo la esperanza de que, pronto, las corridas de toros serán un recuerdo lejano del pasado. Muchas gracias.
Como niño de pueblo andaluz que fui, pronto me quedó claro que no debía encariñarme demasiado con las gallinas, ya que en cualquier momento podía llegar mi padre, rebanarle el pescuezo a una, sin contemplaciones, y acabar en pepitoria sobre la mesa familiar.
Y es que la gente de pueblo parece ser más capaz de tomar distancia y no ver la personalidad entrañable del animal, que todos la tienen, hasta los más feos. Ellos los ven de una manera más práctica. Más a su disposición para lo que les sea conveniente a ellos.
Por lo que respecta a las corridas de toros, me gustaría opinar sobre tres pilares que considero importantes en esta cuestión. A saber:
La fiesta nacional, o cómo nos proyectamos al mundo
El arte de la tauromaquia y
El arraigo de las tradiciones.
Voy a prescindir de recursos gráficos ya que considero el tema muy conocido y no lo creo necesario. Quien más quien menos tiene sus imágenes y recuerdos sobre el particular.
La fiesta nacional es un tópico muy extendido sobre nuestro país. Si le preguntas a un inglés, te dirá:
— Oh, yes, España. Paella de patatas.
— Johnny, ¿qué dices?
— Oh, yes, yes. Tortillo del Piquillo.
— Johnny, frío, frío.
— Oh, yes, yes. Corridas de toros. Olé.
— Bueno, Johnny, te doy un cinco y medio en españolidad.
En fin, que ya veis que es algo muy conocido. Pero qué imagen estamos proyectando realmente ante el mundo civilizado. Sale un tío, vestido con unas mallas de colorines ante el ruedo internacional, se quita la montera, saluda al respetable y grita: «semos más brutos cun arao, pero estamos orgullosos de ello». Así es como yo lo veo.
Y es que estos taurófilos no parecen tener miedo al ridículo, ni vergüenza de quedar ante el mundo como cavernícolas modernos. Es como aquel brasas en la discoteca que ya ha sido rechazado por la chica mona de turno, con indirectas, evasivas, hasta con malos modales y cuando ella ya dice hastiada «me marcho» el otro todavía es capaz de decir «¿a tu casa o a la mía?»
Cambiamos de tercio y nos vamos al tema del arte de la tauromaquia. Es evidente que hay que ser un gran artista para crear un monumento como Mónica Bellucci, bendito sea Dios, pero ¿hay arte en la tauromaquia?
El mundo del toreo está rodeado de grandes alardes de arte y artesanía. En los caros trajes de luces y en los vistosos adornos que puedan lucir los toreros hay muchas horas de creación y dedicación. Pero en cuanto el toro sale por el portón del burladero comienza ante los ojos de los asistentes otro arte muy diferente en el que fueron grandes maestros los orientales con sus prisioneros de guerra: la tortura.
Un arte que consiste en prolongar el sufrimiento de la víctima, no ya para que delate sus debilidades bélicas sino para prolongar el lamentable «espectáculo» al que es sometido el animal. Un protocolo muy elaborado y dosificado del martirio aplicado con profunda ciencia y sabiduría.
Un ensañamiento progresivo que culmina con la exaltación y celebración del crimen de una víctima inocente, que se ha defendido como ha podido estando en clara desventaja. Humillada y tratada con desprecio y prepotencia a lo largo de todo el proceso.
Aquí no hay ninguna igualdad de posibilidades. En cada corrida mueren seis toros y, muy de vez en cuando, algún torero. Las estadísticas cantan. Esto no es el circo romano, aunque se hable de arte y honor es algo mucho más rastrero.
Un nuevo cambio de tercio y nos enfrentamos al arraigo de las tradiciones. La tradición es algo que se hace por la inercia de la costumbre pero que llega un momento histórico en el que se abandona y se evoluciona.
Cuando éramos monos era tradición vivir en los árboles pero llegó un día que empezamos a cobijarnos en cuevas. Y, de nuevo, esa tradición se abandonó para construir cabañas en sitios concretos que resultaban de interés para la tribu.
El toreo, hoy, ya es algo retrógrado; una reminiscencia del salvajismo pueblerino donde los conflictos se dilucidaban a pedradas.
Si, a lo largo de la historia, hemos reconocido derechos a negros, mujeres, gays, etc. es lógico pensar que es una simple cuestión de tiempo que se acaben reconociendo los derechos de estos animales y se terminen con estas prácticas tan bárbaras.
En algunos sitios ya no se consiente la explotación animal como parte de un espectáculo. Ni en un circo, ni en los espectáculos ambulantes con su famosa cabra a ritmo de pasodoble y hasta las corridas de toros han sido prohibidas en ciertos lugares. La suerte está echada, ya tenemos precedentes. Y resulta muy evidente, además, que este «negocio» hoy día no se sostendría si no fuera por ciertas subvenciones culturales muy discutibles.
Como seres evolucionados, debemos respetar a los animales y sus vidas como hemos aprendido a respetar a otras personas. Tengo la esperanza de que, pronto, las corridas de toros serán un recuerdo lejano del pasado. Muchas gracias.