Indelecio Jocoso Secachondea, nacido en Baracaldo (Starlux) en 1901, fue uno de los más productivos y originales empresarios de artículos de broma de todo el mundo. Aún en nuestros días son numerosísimos los visitantes que acuden a su panteón de campana para bailar un zapateado sobre su tumba.
Recién estrenado el siglo XX, nació en el seno de una modesta familia de comerciantes. Concretamente en el seno izquierdo de la madre, que era la única que tenía senos —aparte de la criada que, naturalmente, no era de la familia, seno alquilada por horas—.
El propio embarazo ya fue de lo más ocurrente. Su madre cambiaba de talla de sujetador más rápido que un político de chaqueta. Cuando ya no había más tallas en el mercado para aquel descomunal par de tetas, decidió ir al médico para ver qué estaba pasando realmente, porque ella de silicona, nada.
El médico del seguro, que era el encargado de las enfermedades de las pólizas, le dijo hernan-cortésmente:
—Señora, yo soy el médico del seguro y usted está indecisa. Debería ir a ver al médico del tetamen que es a quien corresponde su caso; pero ya que ha hecho el viaje, si tanto insiste, le haré una completa y exhaustiva exploración mamaria.
El médico la exploró con los recursos a su abasto, artesanalmente, y descubrió una región inhóspita, nunca antes visitada por hombre alguno —pues el embarazo era sicológico, obra del Espíritu Santo— y decidió hacer un reconocimiento de aquella zona más metisaquiculosamente. El examen fue tan exhaustivo que acabaron fumando un pitillo y tuteándose.
Después de una larga hora de exploración y palpamiento el docto pulpo sentenció:
—Si palpamiento, que me parta un rayo, pero lo cierto, querida palomita, es que tienes a la vista un estupendo par de gemelos, ya que el izquierdo es idéntico al derecho y viceversa.
La paciente, que no era una persona demasiado instruida, le contestó muy airada:
—(¡Prreet!) Viceversa lo será tu padre, cretino. (¡Prreet!) ¡Malditos gases!
—Quiero decir que ambos son idénticos, se mire por donde se mire.
—Pero... ¿qué hago yo ahora? ¿Qué le digo a mi marido?
—De momento tienes que comprarte un sujetador prenatal o acabarás barriendo el suelo con las domingas. Te daré la dirección de la tienda de mi cuñada donde, aparte de tratarte como te mereces, te harán un importante descuento por ir de mi parte.
—¿...Y qué pensará mi marido, que nunca me ha puesto una mano encima?
—En tal caso, seguramente pensará en cambiarse de sexo, en hacerse la manicura o en alguna mariconada por el estilo. Tú no te preocupes. Vete tranquila y piensa únicamente en el porvenir de tus hijos.
Nueve meses después de la visita, rompió ubres y dio a Luz dos hermosos mancebos porque ella no podía mantenerlos; pero Luz tampoco quiso hacerse cargo de los pequeñuelos y se los devolvió: «Si no puedes mantener a este par de angelitos, los dejas en el suelo, que de ahí no se caerán». Siguiendo el consejo de su amiga los dejó sentados en el suelo, y ahí se mantuvieron hasta que les llegó la edad de ir al colegio.
Comenzó entonces para Indelecio Jocoso una nueva etapa en su vida que marcaría su destino, con un hierro candente (como la pasta), hasta sus últimos días. Fue durante aquellos años escolares cuando descubrió su auténtica vocanción:
Así fue como Indelecio se convirtió en uno de los niños más traviesos del colegio, al menos mientras éste se mantuvo en funcionamiento. Sus travesuras corrían de boca en boca entre sus compañeros, como un porro en un guateque, y cada vez era más famoso. Entre sus fechorías mas notables se encuentran las siguientes: colocó una bomba de tiempo en el reloj del campanario y cada hora hacía un tiempo diferente; a su hermano, que era frecuente blanco de sus «bromitas», en cierta ocasión, le cambió la longaniza del bocadillo por un petardo de medio kilo y desde entonces dejaron de ser gemelos; a un profesor suplente, que pidió cerillas a los alumnos para encender un cigarrito, le abrasó con un lanzallamas; a sor Felisa, la maestra de religión, le colocó una caja llena de hormigas bajo los hábitos y, a los pocos minutos, tuvo que desprenderse de ellos y salir corriendo desnuda hacia el despacho del director; en una carrera de sacos colocó un bote de nitroglicerina dentro del saco del empollón de la clase; cuando las chicas se estaban cambiando para la clase de gimnasia, introdujo una docena de ratones en los vestuarios y éstas salieron despavoridas con lo que en ese momento llevaban puesto: el lazo de la coleta; sembró el jardín del colegio con semillas de plantas carnívoras y, cuando llegó la primavera, tuvieron que adelantar las vacaciones de verano porque no se podía entrar en clase; cambió la campana de llamar a clase por una zambomba; al profesor de música le colocó una bomba dentro del piano y saltó por los aires nada más tocar las teclas; durante un partido de fútbol cambió la pelota por un botijo; en una representación teatral sustituyó uno de los focos por el arpón de un ballenero y, al comenzar ésta, los actores se convirtieron en un curioso pincho moruno. Y así continúa una lista interminable de fechorías que le dieron tan merecida fama.
Debido a su mal comportamiento cambiaba de colegio constantemente. En cuanto uno quedaba en ruinas, su madre tenía que buscarle otro. Algún que otro director incluso mandó demoler él mismo el centro, al conocer su próxima llegada, para ahorrar tiempo y evitar la inminente entrada del vándalo infantil en su recinto.
Ya en la edad media (no cuando los hombres llevaban leotardos, sino en su edad adulta) comenzó una carrera meteórica como empresario de artículos de broma. Inventó la mierda de pega, que se llamaba así no porque fuera de mentira sino porque al pisarla te quedabas pegado en aquella porquería. Un gran hito para la industria fue el petardo estéreo, que era como los demás pero hacía el doble de ruido y además en alta fidelidad, ya que entre los petardos no existía el Adulterio Sánchez, más conocido como «el Dute», que no tenía nada que ver con los petardos pero era muy amigo de la guardia civil, la señora ésta del sombrero tan raro, que siempre iba vestida de un color verde sin estampados: verde uniforme.
Los competidores en el negocio se convirtieron con el tiempo en blancos de sus «bromitas» y rápidamente descendía la competencia de manera inexplicable, al tiempo que aumentaban los accidentes de origen desconocido. En poco tiempo, acaparó el mercado del artículo de broma y llegó a obtener grandes beneficios.
Su hermano, ciego de envidia por sus triunfos y de odio por lo que le había hecho padecer de pequeño, se compró un bastón blanco y unas gafas negras en las rebajas y solicitó una esquina para vender cupones. La esquina que le tocó en sorteo quedaba próxima a uno de los negocios de Indelecio; cosa que indignó a su hermano, ya que, encima, tenía que soportar las bromitas que le gastaba cada día cuando iba a comprarle los iguales. ¡Menos mal que nunca le reconoció! Lo cual fue aprovechado para planear una venganza aun más contundente (igual que la pasta).
Manipulando los cupones hábilmente, su hermano consiguió que le tocaran dos mil millones de premio en uno de los sorteos. Como Indelecio era un hijo de mala madre pero no sabía nadar, se ahogó en la abundancia y pasó a mejor vida, heredando su hermano toda la pasta (no, ésta no es «al dente» sino contante y sonante). Desde entonces el día de su muerte fue declarado, en su memoria, «día mundial del cachondeo»; pero no como homenaje póstumo precisamente, sino para celebrar tan regocijante pérdida.
Recién estrenado el siglo XX, nació en el seno de una modesta familia de comerciantes. Concretamente en el seno izquierdo de la madre, que era la única que tenía senos —aparte de la criada que, naturalmente, no era de la familia, seno alquilada por horas—.
El propio embarazo ya fue de lo más ocurrente. Su madre cambiaba de talla de sujetador más rápido que un político de chaqueta. Cuando ya no había más tallas en el mercado para aquel descomunal par de tetas, decidió ir al médico para ver qué estaba pasando realmente, porque ella de silicona, nada.
El médico del seguro, que era el encargado de las enfermedades de las pólizas, le dijo hernan-cortésmente:
—Señora, yo soy el médico del seguro y usted está indecisa. Debería ir a ver al médico del tetamen que es a quien corresponde su caso; pero ya que ha hecho el viaje, si tanto insiste, le haré una completa y exhaustiva exploración mamaria.
El médico la exploró con los recursos a su abasto, artesanalmente, y descubrió una región inhóspita, nunca antes visitada por hombre alguno —pues el embarazo era sicológico, obra del Espíritu Santo— y decidió hacer un reconocimiento de aquella zona más metisaquiculosamente. El examen fue tan exhaustivo que acabaron fumando un pitillo y tuteándose.
Después de una larga hora de exploración y palpamiento el docto pulpo sentenció:
—Si palpamiento, que me parta un rayo, pero lo cierto, querida palomita, es que tienes a la vista un estupendo par de gemelos, ya que el izquierdo es idéntico al derecho y viceversa.
La paciente, que no era una persona demasiado instruida, le contestó muy airada:
—(¡Prreet!) Viceversa lo será tu padre, cretino. (¡Prreet!) ¡Malditos gases!
—Quiero decir que ambos son idénticos, se mire por donde se mire.
—Pero... ¿qué hago yo ahora? ¿Qué le digo a mi marido?
—De momento tienes que comprarte un sujetador prenatal o acabarás barriendo el suelo con las domingas. Te daré la dirección de la tienda de mi cuñada donde, aparte de tratarte como te mereces, te harán un importante descuento por ir de mi parte.
—¿...Y qué pensará mi marido, que nunca me ha puesto una mano encima?
—En tal caso, seguramente pensará en cambiarse de sexo, en hacerse la manicura o en alguna mariconada por el estilo. Tú no te preocupes. Vete tranquila y piensa únicamente en el porvenir de tus hijos.
Nueve meses después de la visita, rompió ubres y dio a Luz dos hermosos mancebos porque ella no podía mantenerlos; pero Luz tampoco quiso hacerse cargo de los pequeñuelos y se los devolvió: «Si no puedes mantener a este par de angelitos, los dejas en el suelo, que de ahí no se caerán». Siguiendo el consejo de su amiga los dejó sentados en el suelo, y ahí se mantuvieron hasta que les llegó la edad de ir al colegio.
Comenzó entonces para Indelecio Jocoso una nueva etapa en su vida que marcaría su destino, con un hierro candente (como la pasta), hasta sus últimos días. Fue durante aquellos años escolares cuando descubrió su auténtica vocanción:
«En el cajón del maestro
hemos metido un lagarto,
cuando ha ido a pasar lista
ha palmado de un infarto.
Al director, del cabreo,
le da una angina de pecho,
el rostro se le enrojece
y cae al suelo maltrecho.
El enterrador que es listo
descubre la situación.
Está tan agradecido
que nos da una comisión.»
hemos metido un lagarto,
cuando ha ido a pasar lista
ha palmado de un infarto.
Al director, del cabreo,
le da una angina de pecho,
el rostro se le enrojece
y cae al suelo maltrecho.
El enterrador que es listo
descubre la situación.
Está tan agradecido
que nos da una comisión.»
Así fue como Indelecio se convirtió en uno de los niños más traviesos del colegio, al menos mientras éste se mantuvo en funcionamiento. Sus travesuras corrían de boca en boca entre sus compañeros, como un porro en un guateque, y cada vez era más famoso. Entre sus fechorías mas notables se encuentran las siguientes: colocó una bomba de tiempo en el reloj del campanario y cada hora hacía un tiempo diferente; a su hermano, que era frecuente blanco de sus «bromitas», en cierta ocasión, le cambió la longaniza del bocadillo por un petardo de medio kilo y desde entonces dejaron de ser gemelos; a un profesor suplente, que pidió cerillas a los alumnos para encender un cigarrito, le abrasó con un lanzallamas; a sor Felisa, la maestra de religión, le colocó una caja llena de hormigas bajo los hábitos y, a los pocos minutos, tuvo que desprenderse de ellos y salir corriendo desnuda hacia el despacho del director; en una carrera de sacos colocó un bote de nitroglicerina dentro del saco del empollón de la clase; cuando las chicas se estaban cambiando para la clase de gimnasia, introdujo una docena de ratones en los vestuarios y éstas salieron despavoridas con lo que en ese momento llevaban puesto: el lazo de la coleta; sembró el jardín del colegio con semillas de plantas carnívoras y, cuando llegó la primavera, tuvieron que adelantar las vacaciones de verano porque no se podía entrar en clase; cambió la campana de llamar a clase por una zambomba; al profesor de música le colocó una bomba dentro del piano y saltó por los aires nada más tocar las teclas; durante un partido de fútbol cambió la pelota por un botijo; en una representación teatral sustituyó uno de los focos por el arpón de un ballenero y, al comenzar ésta, los actores se convirtieron en un curioso pincho moruno. Y así continúa una lista interminable de fechorías que le dieron tan merecida fama.
Debido a su mal comportamiento cambiaba de colegio constantemente. En cuanto uno quedaba en ruinas, su madre tenía que buscarle otro. Algún que otro director incluso mandó demoler él mismo el centro, al conocer su próxima llegada, para ahorrar tiempo y evitar la inminente entrada del vándalo infantil en su recinto.
Ya en la edad media (no cuando los hombres llevaban leotardos, sino en su edad adulta) comenzó una carrera meteórica como empresario de artículos de broma. Inventó la mierda de pega, que se llamaba así no porque fuera de mentira sino porque al pisarla te quedabas pegado en aquella porquería. Un gran hito para la industria fue el petardo estéreo, que era como los demás pero hacía el doble de ruido y además en alta fidelidad, ya que entre los petardos no existía el Adulterio Sánchez, más conocido como «el Dute», que no tenía nada que ver con los petardos pero era muy amigo de la guardia civil, la señora ésta del sombrero tan raro, que siempre iba vestida de un color verde sin estampados: verde uniforme.
Los competidores en el negocio se convirtieron con el tiempo en blancos de sus «bromitas» y rápidamente descendía la competencia de manera inexplicable, al tiempo que aumentaban los accidentes de origen desconocido. En poco tiempo, acaparó el mercado del artículo de broma y llegó a obtener grandes beneficios.
Su hermano, ciego de envidia por sus triunfos y de odio por lo que le había hecho padecer de pequeño, se compró un bastón blanco y unas gafas negras en las rebajas y solicitó una esquina para vender cupones. La esquina que le tocó en sorteo quedaba próxima a uno de los negocios de Indelecio; cosa que indignó a su hermano, ya que, encima, tenía que soportar las bromitas que le gastaba cada día cuando iba a comprarle los iguales. ¡Menos mal que nunca le reconoció! Lo cual fue aprovechado para planear una venganza aun más contundente (igual que la pasta).
Manipulando los cupones hábilmente, su hermano consiguió que le tocaran dos mil millones de premio en uno de los sorteos. Como Indelecio era un hijo de mala madre pero no sabía nadar, se ahogó en la abundancia y pasó a mejor vida, heredando su hermano toda la pasta (no, ésta no es «al dente» sino contante y sonante). Desde entonces el día de su muerte fue declarado, en su memoria, «día mundial del cachondeo»; pero no como homenaje póstumo precisamente, sino para celebrar tan regocijante pérdida.
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