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Un mundo mejor

En respuesta al requerimiento de Wambas
de un relato sobre el tema "un mundo mejor".


Epístola de Miguel Emele a Wambas según Gmail

Apreciado Wambas, respecto a tu propuesta de un relato sobre un mundo mejor... vaya tareas que nos planteas. He estado pensando algunas opciones en respuesta a tu petición pero al final las he intuido algo complejas y me he decantado por una aleccionadora anécdota autobiográfica, más sencilla de plantear y más rápida de ejecutar.

Tenía dos alternativas interesantes pero, como digo, algo complejas de elaborar y últimamente no dispongo de demasiado tiempo. La primera era una especie de refrito del Planeta de los Simios. Un tío llega a un planeta donde todo es perfecto y "guanderful". Va descubriendo todas las bondades de esa avanzada civilización hasta que descubre que está en su podrido planeta de origen pero después de unos cinco mil años de evolución y algunas hecatombes de por medio. Naturalmente, todos sus coetáneos ya han "cascao". Muy profundo, de verdad.

El segundo relato se basaba en el primero, intentando explicar ese proceso de mejora cinco mil años después de su origen, habiendo perdido la perspectiva histórica en la distancia. Básicamente, trataba de cómo el profeta del siglo XXI Wambas Boludas (Balam-Bambú) se sobrecogió un día al descubrir que unas posesiones muy importantes para él le habían sido sustraídas por enésima vez. Meditando, descubrió súbitamente que si no tuviera posesiones no habría posibilidad de perderlas y es así como, desprendiéndose de toda materialidad superflua descubrió que lo único que quedaba era su propio ser, tan sagrado como la más pura gota de agua. Tras este satori o revelación, empezó a compartir sus descubrimientos espirituales y una legión de seguidores de sus ideas fueron creando, sin apenas darse cuenta, un mundo que en nada se parecía al de sus primeros días.

Los inicios fueron difíciles. Se topó con la incomprensión de su familia pero no desesperó. La gente no le hacía el menor caso y sólo una persona le acompañó en su vagar por el mundo: un demente que se hacía llamar Miguel Emele, que se había fugado de un manicomio y que se pasaba el día babeando en la inopia. Una noche, Wambas le preguntó a los cielos estrellados: "¿será posible un mundo mejor?". Entonces, el lunático se enardeció súbitamente y, lanzando espumarajos por la boca, le gritó al profeta: "es posible, es posible" y añadió algo más críptico: "tienen que caber, coño, tienen que caber" y a partir de ahí todo fue un camino de rosas.

Bueno, al grano. El caso es que me he dado cuenta de que no tengo presupuesto para la realización de estas magníficas obras épicas y es por ello que te remito esta pequeña parábola:

Mejor, es posible

Hace años, cuando tenía más pelo, trabajaba en una tienda tipo bazar, en la que vendíamos infinidad de artículos para el hogar. Recuerdo que, a pesar de tener las estanterías bien surtidas, de vez en cuando llegaba algún camión con un par de palets de género nuevo.

Los productos grandes se conservaban en sus cajas y se exponía uno de muestra con el precio, pero los artículos más pequeños y de mayor rotación acostumbrábamos a exponerlos todos. Una vez extraídos de sus cajas y marcados con su precio de venta, llegaba el momento de acomodarlos en las estanterías junto a otros productos similares.

Los huecos disponibles se llenaban rápidamente con la nueva mercancía. Compactando los artículos que antes estaban más holgados, para que la balda no pareciera demasiado despoblada a la vista, siempre se conseguía colocar todo muy presentable. Sin embargo, a menudo, se daba el caso de tener que poner género nuevo en algún estante que aún no estaba demasiado vacío. Es entonces cuando en mi mente aparecía la palabra imposible.

—Pero... ¿cómo se les ha ocurrido comprar más vasos de estos si aún hay un montón? ¿Dónde vamos a poner estos relojes de cocina si no hay sitio para ellos? ¡Pero si aquí no cabe ni lo que ya hay!, ¿cómo voy a meter estos cuatro floreros descomunales?

Con un poco de esfuerzo, algunas situaciones se solucionaban con algo de inventiva e imaginación; pero otras, después de varios minutos colocando y recolocando, acababan produciéndome cierta frustración. Imposible, me ratificaba.

Cuando por fin pasaba la jefa y me preguntaba cómo iba todo yo le hacía notar que no había sitio suficiente para exponerlo todo. Su respuesta ya me la conocía: "ha de caber porque esto en el almacén no se vende". Y tenía razón... pero es que no había dónde colocarlo. Entonces ella se miraba toda la pared con un cierto distanciamiento y, tras unos segundos de meditación, me daba instrucciones para reorganizarlo todo desde dos o tres metros a la izquierda hasta donde yo estaba trabajando en aquel momento.

—Esta fila de vasos es idéntica a la de al lado. Por lo tanto, se pueden poner unos encima de otros. Esto pásalo a la estantería de al lado junto con aquello otro y bla, bla, bla.

Así, tras invertir una buena cantidad de tiempo, todo el género quedaba perfectamente expuesto cuando unas horas antes era prácticamente... imposible.

Aún tuve que encontrarme varias veces en situaciones parecidas hasta que un día, ante aquel pensamiento de imposibilidad, me dije a mí mismo: "siempre pienso que colocar toda la mercancía nueva es imposible y luego acaba siendo posible, así que ya es hora de empezar a pensar que es posible y concentrarme directamente en cómo conseguirlo". Así que cada vez que tenía un pensamiento como "esto es imposible" lo cambiaba por otro como "es posible, hay que encontrar la manera". ¡Y la encontraba!

Por todo esto, si alguien ahora me pregunta: "¿Es posible un mundo mejor?", yo le contestaré sin dudarlo: "Por supuesto. Sólo hay que pensar mejor."

Remigio Tocón, Ginecóñogo


Desde muy temprana edad, Remigio Tocón de las Partes Nobles, insigne ginecólogo del siglo de las luces antiniebla, se había sentido vivamente interesado por la cambiante anatomía femenina. Exploraba a sus compañeras de colegio tan a fondo que las desvirgaba. Sus padres habían recibido, por aquel entonces, varias denuncias contra él por acoso sexual o, acaso, casi sexual, ya que no siempre era tan exhaustivo en sus reconocimientos exploratorios.
En su adolescencia se enamoró de una bella enfermera a la que pretendía provocarle un embarazo, para ver si se cabreaba; pero, como ésta no le correspondía, decidió estudiar ginecología por correspondencia y se matriculó en el curso correspondiente, que era lo que correspondía. A los pocos días, unos doscientos veintitrés días aproximadamente —por aquel entonces Correos estaba fusionado con la ONCE y los carteros hacían el reparto a tientas y a loquias—, recibió en su domicilio los cuarenta y dos tomos de que constaba el curso, los cuarenta y dos cuadernos de ejercicios respectivos y una embarazada a tamaño natural completamente gratis.
Quedó decepcionado porque una casa de la competencia ofrecía exactamente lo mismo por el mismo precio pero la mujer la entregaban completamente virgen, lo cual era mucho más estimulante. Aunque tampoco le convenía quejarse, ya que otros cursos por correspondencia no ofrecían más que una muñeca de plástico con dos gemelos en su interior, lo cual difería bastante del sistema real de dar a luz, y el curso que él había comprado era eminentemente práctico. Tenía que serlo si quería llegar a ser un gran ginecólogo.
El curso era muy educativo y ameno (ameno mal que era educativo, ¡por aquel precio...!) pero los antojos de la embarazada eran de lo más pintoresco. Entonces comprendió las ventajas de la muñeca de plástico; pero aquel curso hubiera resultado demasiado caro para su modesta economía. La susodicha (la economía no, la embarazada) no tenía los clásicos antojos de las fresas con nata, sino que su imaginación era tan creativa que pedía cosas tan extravagantes como un baño cotidiano en leche de almendras.
Para dicho baño, nuestro amigo Remigio, había comprado un rebaño de almendras lecheras, a las que ordeñaba cada mañana. Como de una almendra se puede obtener muy poca leche, se levantaba a las cinco de la madrugada —una hora menos en las impuntuales islas Canarias, que siempre van con retraso— para comenzar el ordeño y tener el baño a punto y seguido para cuando se despertara la embarazada, a la que había bautizado con el bonito nombre de Concepción Intrauterina Prolongada Nueve Meses pero, como era un nombre muy largo, la llamaba cariñosamente «la preñá».
Después del baño —antes hubiera sido imposible debido al olor— le realizaba una cotidiana exploración bastante meticulosa y a continuación le decía para animarla un poco: «Esto marcha estupendamente, Conchi». A lo que ella contestaba muy amablemente: «Gracias, doctor, por la parte que me toca», que no era otra que la que ustedes están pensando, naturalmente. Y es que Remigio seguía siendo un sobón de cuidado.
El embarazo avanzaba a pasos agigantados, pues la embarazada gastaba un cincuenta y dos, y los antojos eran cada vez más difíciles de satisfacer. Como aquella vez que insistió en realizar un viaje espacial para ver las estrellas; las estrellas, las vio, pero hubo que sustituir el viaje espacial por una llave inglesa. O aquella otra, que se empeñó en dar la vuelta al mundo; hubo que comprarle un globo terráqueo para que lo rodeara cuantas veces quisiera. En otra ocasión se empecinó en que quería una mascota para cuando naciera el niño, quería un elefante africano; tuvo que conformarse con un zulú vestido de smoking (bueno, ¿qué más da elefante que elegante?). Otra vez quiso un trenecito para que cuando naciera el bebé pudiera jugar con él; tuvo que intervenir la policía para que devolviera el talgo; solo pudo devolver la mitad; la otra mitad la había triturado para hacer polvos de talgo. Hubo que explicarle que los polvos de talgo consisten en hacer el amor en un coche-cama y lo que el niño necesitaría sería polvos de talco, ya que el tren triturado le irritaría las partes, y lo del coche-cama tendría que esperar hasta la mayoría de edad.
Remigio, que seguía el curso con un vivo interés —hasta que se le murió y tuvo que seguirlo él solo— tenía un olfato extraordinario para los problemas clínicos. Llegada la hora del parto, nada más sacar la nariz del útero, sentenció:
—Este niño nacerá por los pies.
—¿Está seguro, doctor? —Preguntó la embarazada.
—Indudablemente, ahí dentro huele a queso.
Se presentó, con una reverencia extravagante, un parto prematuro. Se hacía imprescindible practicar una cesárea. Cuando Remigio le explicó a la parturienta de qué se trataba, ésta se indignó, hizo las maletas y, desde el quicio de la puerta, se despidió irritadísima: «Que tenga que trabajar para la universidad a distancia, pase, pero que me rajen la barriga para dar a luz, ni soñarlo. Para eso, que tenga el hijo tu padre». Y, dicho lo cual, se marchó dando un gran portazo.
Siguiendo el consejo de la parturienta, Remigio se fue a ver a su padre, que era obispo de la diócesis, o diocesiete, y le preguntó directamente:
—¿Cuantos eran los reyes católicos?
—Dos: Isabel Pryesler y Fernando Fernán Gómez.
—¿Quién escribió «el Quijote»?
—El manco de Lepanto: Miguel de Cervantes. La escribió con una Olivetti rellena de anchoetti, tecleando con los dedos de los pies.
—¿En que año descubrió Colón América?
—En mil cuatrocientos noventa y dos. La descubrió en un garito de mala muerte pero la llevó al Paralelo y allí la hizo famosa como vedette a tomar por saco con la célebre revista «go home, americones, no nos toquéis los... aviones».
—¿Como se llamaban los hermanos Max?
—Por teléfono: ponían una conferencia a cobro divertido.
—¿De qué color era el caballo blanco de Santiago?
—Azul, con unas rallitas doradas en el cuello y purpurinas de colores en las crines.
—Papá... ¿tu puedes dar a luz un bebé?
—Claro, hijo. Enseguida te hago uno.
Y tras decir esto, se arremangó los hábitos, se sentó en cuclillas y, haciendo grandes esfuerzos corpóreos, cagó uno por las nalgas cuando ya tenía la cara como un tomate maduro. Remigio, ilusionado, se acercó al neonato; pero al observar que era bizco, feo, cojo y jorobado, exclamó decepcionado:
—Pero... papá, este niño es una mierda.
A lo que el padre respondió indignado:
—¿Y qué esperabas, que cagara una tarta de chocolate con guindas?
Desgraciadamente, unas semanas más tarde ocurrió un suceso nefasto. La sirvienta del ya doctor Remigio, aprovechó para cambiarle los pañales al niño mientras preparaba la cena. Al comprobar ésta (la sirvienta, no la cena) que no quedaban polvos de talco, le espolvoreó al bebé un kilo de harina y, en un descuido imperdonable, lo rebozó en la freidora. El desenlace no se descubrió hasta el día siguiente, cuando la criada fue a dar el biberón al niño y advirtió, con gran extrañeza, que lo que sostenía entre sus brazos era una merluza de cuatro kilos.
Sin embargo, a pesar de estos comienzos tan dramáticos, el doctor Remigio Tocón llegó a convertirse, con el tiempo y una caña, en uno de los mejores pescadores de bebés del siglo y en toda una eminencia dentro de su campo (se me había olvidado comentar que el doctor Remigio tenía un huerto en las afueras).



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