Desde muy temprana edad, Remigio Tocón de las Partes Nobles, insigne ginecólogo del siglo de las luces antiniebla, se había sentido vivamente interesado por la cambiante anatomía femenina. Exploraba a sus compañeras de colegio tan a fondo que las desvirgaba. Sus padres habían recibido, por aquel entonces, varias denuncias contra él por acoso sexual o, acaso, casi sexual, ya que no siempre era tan exhaustivo en sus reconocimientos exploratorios.
En su adolescencia se enamoró de una bella enfermera a la que pretendía provocarle un embarazo, para ver si se cabreaba; pero, como ésta no le correspondía, decidió estudiar ginecología por correspondencia y se matriculó en el curso correspondiente, que era lo que correspondía. A los pocos días, unos doscientos veintitrés días aproximadamente —por aquel entonces Correos estaba fusionado con la ONCE y los carteros hacían el reparto a tientas y a loquias—, recibió en su domicilio los cuarenta y dos tomos de que constaba el curso, los cuarenta y dos cuadernos de ejercicios respectivos y una embarazada a tamaño natural completamente gratis.
Quedó decepcionado porque una casa de la competencia ofrecía exactamente lo mismo por el mismo precio pero la mujer la entregaban completamente virgen, lo cual era mucho más estimulante. Aunque tampoco le convenía quejarse, ya que otros cursos por correspondencia no ofrecían más que una muñeca de plástico con dos gemelos en su interior, lo cual difería bastante del sistema real de dar a luz, y el curso que él había comprado era eminentemente práctico. Tenía que serlo si quería llegar a ser un gran ginecólogo.
El curso era muy educativo y ameno (ameno mal que era educativo, ¡por aquel precio...!) pero los antojos de la embarazada eran de lo más pintoresco. Entonces comprendió las ventajas de la muñeca de plástico; pero aquel curso hubiera resultado demasiado caro para su modesta economía. La susodicha (la economía no, la embarazada) no tenía los clásicos antojos de las fresas con nata, sino que su imaginación era tan creativa que pedía cosas tan extravagantes como un baño cotidiano en leche de almendras.
Para dicho baño, nuestro amigo Remigio, había comprado un rebaño de almendras lecheras, a las que ordeñaba cada mañana. Como de una almendra se puede obtener muy poca leche, se levantaba a las cinco de la madrugada —una hora menos en las impuntuales islas Canarias, que siempre van con retraso— para comenzar el ordeño y tener el baño a punto y seguido para cuando se despertara la embarazada, a la que había bautizado con el bonito nombre de Concepción Intrauterina Prolongada Nueve Meses pero, como era un nombre muy largo, la llamaba cariñosamente «la preñá».
Después del baño —antes hubiera sido imposible debido al olor— le realizaba una cotidiana exploración bastante meticulosa y a continuación le decía para animarla un poco: «Esto marcha estupendamente, Conchi». A lo que ella contestaba muy amablemente: «Gracias, doctor, por la parte que me toca», que no era otra que la que ustedes están pensando, naturalmente. Y es que Remigio seguía siendo un sobón de cuidado.
El embarazo avanzaba a pasos agigantados, pues la embarazada gastaba un cincuenta y dos, y los antojos eran cada vez más difíciles de satisfacer. Como aquella vez que insistió en realizar un viaje espacial para ver las estrellas; las estrellas, las vio, pero hubo que sustituir el viaje espacial por una llave inglesa. O aquella otra, que se empeñó en dar la vuelta al mundo; hubo que comprarle un globo terráqueo para que lo rodeara cuantas veces quisiera. En otra ocasión se empecinó en que quería una mascota para cuando naciera el niño, quería un elefante africano; tuvo que conformarse con un zulú vestido de smoking (bueno, ¿qué más da elefante que elegante?). Otra vez quiso un trenecito para que cuando naciera el bebé pudiera jugar con él; tuvo que intervenir la policía para que devolviera el talgo; solo pudo devolver la mitad; la otra mitad la había triturado para hacer polvos de talgo. Hubo que explicarle que los polvos de talgo consisten en hacer el amor en un coche-cama y lo que el niño necesitaría sería polvos de talco, ya que el tren triturado le irritaría las partes, y lo del coche-cama tendría que esperar hasta la mayoría de edad.
Remigio, que seguía el curso con un vivo interés —hasta que se le murió y tuvo que seguirlo él solo— tenía un olfato extraordinario para los problemas clínicos. Llegada la hora del parto, nada más sacar la nariz del útero, sentenció:
—Este niño nacerá por los pies.
—¿Está seguro, doctor? —Preguntó la embarazada.
—Indudablemente, ahí dentro huele a queso.
Se presentó, con una reverencia extravagante, un parto prematuro. Se hacía imprescindible practicar una cesárea. Cuando Remigio le explicó a la parturienta de qué se trataba, ésta se indignó, hizo las maletas y, desde el quicio de la puerta, se despidió irritadísima: «Que tenga que trabajar para la universidad a distancia, pase, pero que me rajen la barriga para dar a luz, ni soñarlo. Para eso, que tenga el hijo tu padre». Y, dicho lo cual, se marchó dando un gran portazo.
Siguiendo el consejo de la parturienta, Remigio se fue a ver a su padre, que era obispo de la diócesis, o diocesiete, y le preguntó directamente:
—¿Cuantos eran los reyes católicos?
—Dos: Isabel Pryesler y Fernando Fernán Gómez.
—¿Quién escribió «el Quijote»?
—El manco de Lepanto: Miguel de Cervantes. La escribió con una Olivetti rellena de anchoetti, tecleando con los dedos de los pies.
—¿En que año descubrió Colón América?
—En mil cuatrocientos noventa y dos. La descubrió en un garito de mala muerte pero la llevó al Paralelo y allí la hizo famosa como vedette a tomar por saco con la célebre revista «go home, americones, no nos toquéis los... aviones».
—¿Como se llamaban los hermanos Max?
—Por teléfono: ponían una conferencia a cobro divertido.
—¿De qué color era el caballo blanco de Santiago?
—Azul, con unas rallitas doradas en el cuello y purpurinas de colores en las crines.
—Papá... ¿tu puedes dar a luz un bebé?
—Claro, hijo. Enseguida te hago uno.
Y tras decir esto, se arremangó los hábitos, se sentó en cuclillas y, haciendo grandes esfuerzos corpóreos, cagó uno por las nalgas cuando ya tenía la cara como un tomate maduro. Remigio, ilusionado, se acercó al neonato; pero al observar que era bizco, feo, cojo y jorobado, exclamó decepcionado:
—Pero... papá, este niño es una mierda.
A lo que el padre respondió indignado:
—¿Y qué esperabas, que cagara una tarta de chocolate con guindas?
Desgraciadamente, unas semanas más tarde ocurrió un suceso nefasto. La sirvienta del ya doctor Remigio, aprovechó para cambiarle los pañales al niño mientras preparaba la cena. Al comprobar ésta (la sirvienta, no la cena) que no quedaban polvos de talco, le espolvoreó al bebé un kilo de harina y, en un descuido imperdonable, lo rebozó en la freidora. El desenlace no se descubrió hasta el día siguiente, cuando la criada fue a dar el biberón al niño y advirtió, con gran extrañeza, que lo que sostenía entre sus brazos era una merluza de cuatro kilos.
Sin embargo, a pesar de estos comienzos tan dramáticos, el doctor Remigio Tocón llegó a convertirse, con el tiempo y una caña, en uno de los mejores pescadores de bebés del siglo y en toda una eminencia dentro de su campo (se me había olvidado comentar que el doctor Remigio tenía un huerto en las afueras).
En su adolescencia se enamoró de una bella enfermera a la que pretendía provocarle un embarazo, para ver si se cabreaba; pero, como ésta no le correspondía, decidió estudiar ginecología por correspondencia y se matriculó en el curso correspondiente, que era lo que correspondía. A los pocos días, unos doscientos veintitrés días aproximadamente —por aquel entonces Correos estaba fusionado con la ONCE y los carteros hacían el reparto a tientas y a loquias—, recibió en su domicilio los cuarenta y dos tomos de que constaba el curso, los cuarenta y dos cuadernos de ejercicios respectivos y una embarazada a tamaño natural completamente gratis.
Quedó decepcionado porque una casa de la competencia ofrecía exactamente lo mismo por el mismo precio pero la mujer la entregaban completamente virgen, lo cual era mucho más estimulante. Aunque tampoco le convenía quejarse, ya que otros cursos por correspondencia no ofrecían más que una muñeca de plástico con dos gemelos en su interior, lo cual difería bastante del sistema real de dar a luz, y el curso que él había comprado era eminentemente práctico. Tenía que serlo si quería llegar a ser un gran ginecólogo.
El curso era muy educativo y ameno (ameno mal que era educativo, ¡por aquel precio...!) pero los antojos de la embarazada eran de lo más pintoresco. Entonces comprendió las ventajas de la muñeca de plástico; pero aquel curso hubiera resultado demasiado caro para su modesta economía. La susodicha (la economía no, la embarazada) no tenía los clásicos antojos de las fresas con nata, sino que su imaginación era tan creativa que pedía cosas tan extravagantes como un baño cotidiano en leche de almendras.
Para dicho baño, nuestro amigo Remigio, había comprado un rebaño de almendras lecheras, a las que ordeñaba cada mañana. Como de una almendra se puede obtener muy poca leche, se levantaba a las cinco de la madrugada —una hora menos en las impuntuales islas Canarias, que siempre van con retraso— para comenzar el ordeño y tener el baño a punto y seguido para cuando se despertara la embarazada, a la que había bautizado con el bonito nombre de Concepción Intrauterina Prolongada Nueve Meses pero, como era un nombre muy largo, la llamaba cariñosamente «la preñá».
Después del baño —antes hubiera sido imposible debido al olor— le realizaba una cotidiana exploración bastante meticulosa y a continuación le decía para animarla un poco: «Esto marcha estupendamente, Conchi». A lo que ella contestaba muy amablemente: «Gracias, doctor, por la parte que me toca», que no era otra que la que ustedes están pensando, naturalmente. Y es que Remigio seguía siendo un sobón de cuidado.
El embarazo avanzaba a pasos agigantados, pues la embarazada gastaba un cincuenta y dos, y los antojos eran cada vez más difíciles de satisfacer. Como aquella vez que insistió en realizar un viaje espacial para ver las estrellas; las estrellas, las vio, pero hubo que sustituir el viaje espacial por una llave inglesa. O aquella otra, que se empeñó en dar la vuelta al mundo; hubo que comprarle un globo terráqueo para que lo rodeara cuantas veces quisiera. En otra ocasión se empecinó en que quería una mascota para cuando naciera el niño, quería un elefante africano; tuvo que conformarse con un zulú vestido de smoking (bueno, ¿qué más da elefante que elegante?). Otra vez quiso un trenecito para que cuando naciera el bebé pudiera jugar con él; tuvo que intervenir la policía para que devolviera el talgo; solo pudo devolver la mitad; la otra mitad la había triturado para hacer polvos de talgo. Hubo que explicarle que los polvos de talgo consisten en hacer el amor en un coche-cama y lo que el niño necesitaría sería polvos de talco, ya que el tren triturado le irritaría las partes, y lo del coche-cama tendría que esperar hasta la mayoría de edad.
Remigio, que seguía el curso con un vivo interés —hasta que se le murió y tuvo que seguirlo él solo— tenía un olfato extraordinario para los problemas clínicos. Llegada la hora del parto, nada más sacar la nariz del útero, sentenció:
—Este niño nacerá por los pies.
—¿Está seguro, doctor? —Preguntó la embarazada.
—Indudablemente, ahí dentro huele a queso.
Se presentó, con una reverencia extravagante, un parto prematuro. Se hacía imprescindible practicar una cesárea. Cuando Remigio le explicó a la parturienta de qué se trataba, ésta se indignó, hizo las maletas y, desde el quicio de la puerta, se despidió irritadísima: «Que tenga que trabajar para la universidad a distancia, pase, pero que me rajen la barriga para dar a luz, ni soñarlo. Para eso, que tenga el hijo tu padre». Y, dicho lo cual, se marchó dando un gran portazo.
Siguiendo el consejo de la parturienta, Remigio se fue a ver a su padre, que era obispo de la diócesis, o diocesiete, y le preguntó directamente:
—¿Cuantos eran los reyes católicos?
—Dos: Isabel Pryesler y Fernando Fernán Gómez.
—¿Quién escribió «el Quijote»?
—El manco de Lepanto: Miguel de Cervantes. La escribió con una Olivetti rellena de anchoetti, tecleando con los dedos de los pies.
—¿En que año descubrió Colón América?
—En mil cuatrocientos noventa y dos. La descubrió en un garito de mala muerte pero la llevó al Paralelo y allí la hizo famosa como vedette a tomar por saco con la célebre revista «go home, americones, no nos toquéis los... aviones».
—¿Como se llamaban los hermanos Max?
—Por teléfono: ponían una conferencia a cobro divertido.
—¿De qué color era el caballo blanco de Santiago?
—Azul, con unas rallitas doradas en el cuello y purpurinas de colores en las crines.
—Papá... ¿tu puedes dar a luz un bebé?
—Claro, hijo. Enseguida te hago uno.
Y tras decir esto, se arremangó los hábitos, se sentó en cuclillas y, haciendo grandes esfuerzos corpóreos, cagó uno por las nalgas cuando ya tenía la cara como un tomate maduro. Remigio, ilusionado, se acercó al neonato; pero al observar que era bizco, feo, cojo y jorobado, exclamó decepcionado:
—Pero... papá, este niño es una mierda.
A lo que el padre respondió indignado:
—¿Y qué esperabas, que cagara una tarta de chocolate con guindas?
Desgraciadamente, unas semanas más tarde ocurrió un suceso nefasto. La sirvienta del ya doctor Remigio, aprovechó para cambiarle los pañales al niño mientras preparaba la cena. Al comprobar ésta (la sirvienta, no la cena) que no quedaban polvos de talco, le espolvoreó al bebé un kilo de harina y, en un descuido imperdonable, lo rebozó en la freidora. El desenlace no se descubrió hasta el día siguiente, cuando la criada fue a dar el biberón al niño y advirtió, con gran extrañeza, que lo que sostenía entre sus brazos era una merluza de cuatro kilos.
Sin embargo, a pesar de estos comienzos tan dramáticos, el doctor Remigio Tocón llegó a convertirse, con el tiempo y una caña, en uno de los mejores pescadores de bebés del siglo y en toda una eminencia dentro de su campo (se me había olvidado comentar que el doctor Remigio tenía un huerto en las afueras).
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