José Palomares Pardillo regentaba una tienda de bricolage en la ciudad Palestina de Nazaret. Los arbitrios futboleros de la declaración por módulos eran tan caros que le abrumaban. Se veía, por ello, obligado a cobrar dinero negro, amarillo y moteado por algunas de sus chapuzas, para poder pagar el alquiler a fin de mes. De no hacerlo así, el casero, que era uno de los arbitrios futboleros que siempre pitaba a favor de su equipo, les pondría de putitas en la pata calle, y José con minifalda estaba horroroso.
La situación era tan precaria que su esposa, María Inmaculada Doncella Impoluta, también se veía obligada a contribuir al desarrollo de la economía familiar vendiendo a domicilio los prestigiosos productos, cocientes y restos de la afamada casa Avión. Llevaban poco tiempo casados y ya empezaban a arrepentirse con tanta penuria y dificultades como pasaban.
—Si al menos nos tocaran los ciegos –decía María desconsolada.
—¿Es que no tienes bastante con tu Pepe? ¿Acaso no te manoseo yo lo suficiente? –Se indignaba José.
—No, si yo me refería al cuponazo ese del copón.
Tal era la desesperación de María, que un día, mientras José trabajaba en la tienda, construyendo una galera a base de mondadientes, decidió que ya había sufrido bastante y abrió la espita del gas dispuesta a meter la cabeza dentro del horno, como hacían los domadores de cocinas; pero el gas no salía porque hacía tres meses que no pagaban y Catalana de Gases les cortó el suministro de energía y medio ambiente. En lugar de gas, un humo blanquecino brotó de los quemadores invadiendo la estancia y materializándose en el cuerpo de un hermoso ángel de alas resplandecientes y cabellos dorados.
En cuanto María se fijó en su cabellera, corrió al cajón de la mesa de la cocina, sacó unas tijeras de cortar pollo y empezó a pegarle trasquilones hasta dejarlo más pelón que el famoso caramelo empalado. El ángel no cesaba de repetir entre sollozos: «mis ricitos, mis ricitos», mientras que María por su parte gritaba loca de contento mientras guardaba los rizos áureos en una taleguilla que usaba para ir a la panadería a por tabaco: «¡qué bien, por fin podré comprarme la lavadora automática con estos rizos de oro!».
—No seas tan materialista que estoy aquí por un asunto mucho más transcendental que los simples bienes mundanos: vengo a hacerte un importante anuncio.
María salió corriendo, a toda prisa, hacia el cuarto de baño.
—Pero, ¿dónde vas, desgraciada? ¡Que me dejas con la palabra en la boca!
—Perdón, es por la costumbre: yo, siempre que vienen los anuncios, aprovecho para ir al cuarto de baño a evacuar mis aguas menores. Si no, luego pierdo el hilo de los culebrones y me desespero porque no puedo pegar la hebra con las vecinas.
—Yo sí que estoy desesperado... y eso que sólo llevo aquí dos minutos. ¡Pero qué encarguitos me manda el Hacedor! He venido a hacerte un anuncio, pero no un anuncio comercial sino a darte una buena nueva.
—Ah! Tú eres el presentador del Telediario.
—No, hija, no. Yo soy el arcángel Gabriel y he venido para anunciarte la llegada del Mesías. –Y con voz impersonal añadió– : Por vía uno, andén tercero, va a efectuar su entrada el Mesías (dentro de algunos días). Tiene parada en todas las estaciones y apeaderos y viene a redimir al género humano de sus pecados.
—Y, a mí, ¿qué me importa eso?
—Tú serás quien lo engendrarás, y lo llevarás en tu vientre hasta el día de su nacimiento.
—¿Yo? ¿Preñada? ¡Pero si mi Pepe es más impotente que Matusalén!
—No será José quien te fecunde, tu concepción será por obra y gracia del Espíritu Santo.
—Sí que tiene gracia, sí. Bueno, ya me tienes más que harta. Ya te estás largando de aquí con viento fresco, que me tienes hasta las narices con tanta tontería.
Y dicho esto empezó a sacudirle con una escoba hasta que se convirtió en polvo de nuevo y salió huyendo, como alma que lleva el diablo, por entre las rendijas del extractor de humos.
María cogió su muestrario de productos, cocientes y restos Avión y salió a la calle dispuesta a ganarse el sostén, que tenía ya las glándulas mamarias muy caídas. Su primer cliente de la tarde fue un hombre muy amable y distinguido, pues tenía un lunar fosforescente en la nariz que se distinguía a media legua. Este hombre tan relamido (al tener media legua tenía que lamer dos veces), después de mostrarse dispuesto a comprarle una loción para después del afeitado en supositorios, la invitó a tomar un té con pastas. María accedió encantada, pues todo lo que fuera llevarse algo a la boca era bien recibido.
La pobre María no sabía lo que le esperaba: el cliente resultó ser un maníaco pervertido que aprovechó las necesidades de sed y alimento de María para acosarla sexualmente, violarla sexualmente y embarazarla, naturalmente.
—Pero, por Dios, ¿qué me hace usted?
—Eso, eso. Por Dios, y en el nombre del Espíritu Santo, yo te inauguro y te vuelvo a meter el puro.
—¡Dios mío! Luego era verdad lo que dijo el arcángel.
—Así es, palomita. Te voy a hacer un hijo que será el redentor y salvador del mundo cristiano. Y a propósito de ano...
—No, por favor, ¡que tengo almorranaaaayyyy!
La pobre María sufrió toda clase de vejaciones y jovenciones durante varias horas seguidas, seguidas por un detective privado, como el WC. El Espíritu Santo estaba hecho un verdadero semental. Más tarde, mientras echaban el pitillo:
—¿Y qué le diré a mi marido? Se sorprenderá cuando me vea el bombo.
—Dile que se ha obrado en tu cuerpo un milagro divino de Valdepeñas: la concepción, sin pescado ni marisco, del hijo del hombre, el salvador de las almas fieles, el rey de los cristianos.
—¿Y tragará?
¡Qué iba a tragar! Era cornudo pero no gilipollas. Después de pegarle una buena zurra a su mujer, por zorra, imploró a Dios, que estaba en las alturas, como de costumbre, y le expresó sus quejas.
—Señor, mi mujer me la ha pegado con otro.
—Y tú le has pegado a ella, insensato. Si pierde a la criatura, mi venganza será terrible.
—Pero, ¿es que os ponéis de parte de esta adúltera, Señor?
—Indudablemente. Todo esto es obra mía. Debido a tu impotencia crónica copulativa María no podía concebir hijos. Es por ello que decidí hacer una fecundación in vitro con mi propio semen a través del Espíritu Santo. Si todo sale bien espero conseguir el premio Nobel antes de jubilarme de júbilo.
—¿Y qué pinto yo en esta historia?
—Tú serás el impotente cornudo que se hará cargo de la educación del pequeño hasta que éste adquiera la edad y los conocimientos necesarios para predicar mi doctrina por todo el mundo. Su misión será difundir mi Verdad, crear una institución religiosa, abrir sucursales y vender Biblias a domicilio como churros.
Cuando ya estaba próximo el nacimiento del redentor, José y María tuvieron que salir cagando leches de Nazaret: Hacienda había descubierto el fraude de la tienda de bricolage y el pretor Carlus Solchagum Melaspagarás les perseguía para «pretarles» las tuercas, como buen pretor que era.
Fueron a refugiarse en un pesebre abandonado que encontraron en una ciudad que se llamaba como mi prima: Belén. Allí permanecieron varios días esperando el nacimiento de la criatura, mientras María buscaba un nombre que ponerle y José se dedicaba a satisfacer todos sus antojos, también llamados prismáticos o catalejos.
Por fin María rompió aguas… ¿o fue Moisés? El pesebre, a pesar de ser gratis y estar exento de contribución territorial urbana, era muy frío y húmedo; por eso en cuanto el pequeño asomó la cabeza entre las piernas de su madre empezó a estornudar convulsivamente.
—¡Jesús! –Dijo la madre.– Ya está, le llamaremos Jesús. ¡Qué buena idea!
Unos pastores que pasaban por allí, alertados por los estornudos, se acercaron para ofrecerles unas hojas de menta y eucalipto para que le hicieran unas infusiones, que ellos tenían que madrugar y querían dormir tranquilos. ¡Pues lo tenían claro! porque un ejercito de angelitos comenzó a bajar de los cielos tocando toda clase de instrumentos de viento, cuerda y percusión. Cornetas, arpas y timbales para celebrar la llegada del niño Dios. Estuvieron armando gresca, desarmándola de nuevo, volviéndola a armar y comiendo polvorones hasta las cinco de la madrugada, lo que puso de muy mala leche a los pastores y, sobre todo, al rebaño, que era un grupo de ovejas muy limpias que se bañaban y rebañaban cada tres cuartos de hora.
Días más tarde, guiados por una estrella del music-hall que tenía unos pechos firmes y disciplinados, se presentaron los tres Reyes Majos (Robert Redford, Paul Newman y Sidney Poitier) para hacerle unas ofrendas que habían comprado en el rastro mientras viajaban disfrazados para no dejar rastro de su rostro: Oro, del que cagó el moro, después de padecer estreñimiento durante tres meses; incienso, luego existo y birra Kronenburg en litronas de a litro.
Cuando el rey Herodes Tejodes Malauva, soberano del reino, conoció la noticia del nacimiento del nuevo rey, que corría de boca en boca a punto de batir el record del mundo, pilló un CABREO mayúsculo y emitió un bando gutural en el que mandaba ejecutar a todos los recién nacidos, ya fueran niños o ancianos, para evitar la competencia des-Real. José y María, alertados por el arcángel Gabriel, que se presentó con una peluca monísima para advertirles sobre las malvadas intenciones de Herodes, salieron huyendo (u viniendo, según se mire) con rumbo desconocido, hacia Egipto, luego pienso, compuesto, para gallinas.
Y colorín colorado, si no es rojo, es encarnado. ¡Vaya trola te he contado!
La situación era tan precaria que su esposa, María Inmaculada Doncella Impoluta, también se veía obligada a contribuir al desarrollo de la economía familiar vendiendo a domicilio los prestigiosos productos, cocientes y restos de la afamada casa Avión. Llevaban poco tiempo casados y ya empezaban a arrepentirse con tanta penuria y dificultades como pasaban.
—Si al menos nos tocaran los ciegos –decía María desconsolada.
—¿Es que no tienes bastante con tu Pepe? ¿Acaso no te manoseo yo lo suficiente? –Se indignaba José.
—No, si yo me refería al cuponazo ese del copón.
Tal era la desesperación de María, que un día, mientras José trabajaba en la tienda, construyendo una galera a base de mondadientes, decidió que ya había sufrido bastante y abrió la espita del gas dispuesta a meter la cabeza dentro del horno, como hacían los domadores de cocinas; pero el gas no salía porque hacía tres meses que no pagaban y Catalana de Gases les cortó el suministro de energía y medio ambiente. En lugar de gas, un humo blanquecino brotó de los quemadores invadiendo la estancia y materializándose en el cuerpo de un hermoso ángel de alas resplandecientes y cabellos dorados.
En cuanto María se fijó en su cabellera, corrió al cajón de la mesa de la cocina, sacó unas tijeras de cortar pollo y empezó a pegarle trasquilones hasta dejarlo más pelón que el famoso caramelo empalado. El ángel no cesaba de repetir entre sollozos: «mis ricitos, mis ricitos», mientras que María por su parte gritaba loca de contento mientras guardaba los rizos áureos en una taleguilla que usaba para ir a la panadería a por tabaco: «¡qué bien, por fin podré comprarme la lavadora automática con estos rizos de oro!».
—No seas tan materialista que estoy aquí por un asunto mucho más transcendental que los simples bienes mundanos: vengo a hacerte un importante anuncio.
María salió corriendo, a toda prisa, hacia el cuarto de baño.
—Pero, ¿dónde vas, desgraciada? ¡Que me dejas con la palabra en la boca!
—Perdón, es por la costumbre: yo, siempre que vienen los anuncios, aprovecho para ir al cuarto de baño a evacuar mis aguas menores. Si no, luego pierdo el hilo de los culebrones y me desespero porque no puedo pegar la hebra con las vecinas.
—Yo sí que estoy desesperado... y eso que sólo llevo aquí dos minutos. ¡Pero qué encarguitos me manda el Hacedor! He venido a hacerte un anuncio, pero no un anuncio comercial sino a darte una buena nueva.
—Ah! Tú eres el presentador del Telediario.
—No, hija, no. Yo soy el arcángel Gabriel y he venido para anunciarte la llegada del Mesías. –Y con voz impersonal añadió– : Por vía uno, andén tercero, va a efectuar su entrada el Mesías (dentro de algunos días). Tiene parada en todas las estaciones y apeaderos y viene a redimir al género humano de sus pecados.
—Y, a mí, ¿qué me importa eso?
—Tú serás quien lo engendrarás, y lo llevarás en tu vientre hasta el día de su nacimiento.
—¿Yo? ¿Preñada? ¡Pero si mi Pepe es más impotente que Matusalén!
—No será José quien te fecunde, tu concepción será por obra y gracia del Espíritu Santo.
—Sí que tiene gracia, sí. Bueno, ya me tienes más que harta. Ya te estás largando de aquí con viento fresco, que me tienes hasta las narices con tanta tontería.
Y dicho esto empezó a sacudirle con una escoba hasta que se convirtió en polvo de nuevo y salió huyendo, como alma que lleva el diablo, por entre las rendijas del extractor de humos.
María cogió su muestrario de productos, cocientes y restos Avión y salió a la calle dispuesta a ganarse el sostén, que tenía ya las glándulas mamarias muy caídas. Su primer cliente de la tarde fue un hombre muy amable y distinguido, pues tenía un lunar fosforescente en la nariz que se distinguía a media legua. Este hombre tan relamido (al tener media legua tenía que lamer dos veces), después de mostrarse dispuesto a comprarle una loción para después del afeitado en supositorios, la invitó a tomar un té con pastas. María accedió encantada, pues todo lo que fuera llevarse algo a la boca era bien recibido.
La pobre María no sabía lo que le esperaba: el cliente resultó ser un maníaco pervertido que aprovechó las necesidades de sed y alimento de María para acosarla sexualmente, violarla sexualmente y embarazarla, naturalmente.
—Pero, por Dios, ¿qué me hace usted?
—Eso, eso. Por Dios, y en el nombre del Espíritu Santo, yo te inauguro y te vuelvo a meter el puro.
—¡Dios mío! Luego era verdad lo que dijo el arcángel.
—Así es, palomita. Te voy a hacer un hijo que será el redentor y salvador del mundo cristiano. Y a propósito de ano...
—No, por favor, ¡que tengo almorranaaaayyyy!
La pobre María sufrió toda clase de vejaciones y jovenciones durante varias horas seguidas, seguidas por un detective privado, como el WC. El Espíritu Santo estaba hecho un verdadero semental. Más tarde, mientras echaban el pitillo:
—¿Y qué le diré a mi marido? Se sorprenderá cuando me vea el bombo.
—Dile que se ha obrado en tu cuerpo un milagro divino de Valdepeñas: la concepción, sin pescado ni marisco, del hijo del hombre, el salvador de las almas fieles, el rey de los cristianos.
—¿Y tragará?
¡Qué iba a tragar! Era cornudo pero no gilipollas. Después de pegarle una buena zurra a su mujer, por zorra, imploró a Dios, que estaba en las alturas, como de costumbre, y le expresó sus quejas.
—Señor, mi mujer me la ha pegado con otro.
—Y tú le has pegado a ella, insensato. Si pierde a la criatura, mi venganza será terrible.
—Pero, ¿es que os ponéis de parte de esta adúltera, Señor?
—Indudablemente. Todo esto es obra mía. Debido a tu impotencia crónica copulativa María no podía concebir hijos. Es por ello que decidí hacer una fecundación in vitro con mi propio semen a través del Espíritu Santo. Si todo sale bien espero conseguir el premio Nobel antes de jubilarme de júbilo.
—¿Y qué pinto yo en esta historia?
—Tú serás el impotente cornudo que se hará cargo de la educación del pequeño hasta que éste adquiera la edad y los conocimientos necesarios para predicar mi doctrina por todo el mundo. Su misión será difundir mi Verdad, crear una institución religiosa, abrir sucursales y vender Biblias a domicilio como churros.
Cuando ya estaba próximo el nacimiento del redentor, José y María tuvieron que salir cagando leches de Nazaret: Hacienda había descubierto el fraude de la tienda de bricolage y el pretor Carlus Solchagum Melaspagarás les perseguía para «pretarles» las tuercas, como buen pretor que era.
Fueron a refugiarse en un pesebre abandonado que encontraron en una ciudad que se llamaba como mi prima: Belén. Allí permanecieron varios días esperando el nacimiento de la criatura, mientras María buscaba un nombre que ponerle y José se dedicaba a satisfacer todos sus antojos, también llamados prismáticos o catalejos.
Por fin María rompió aguas… ¿o fue Moisés? El pesebre, a pesar de ser gratis y estar exento de contribución territorial urbana, era muy frío y húmedo; por eso en cuanto el pequeño asomó la cabeza entre las piernas de su madre empezó a estornudar convulsivamente.
—¡Jesús! –Dijo la madre.– Ya está, le llamaremos Jesús. ¡Qué buena idea!
Unos pastores que pasaban por allí, alertados por los estornudos, se acercaron para ofrecerles unas hojas de menta y eucalipto para que le hicieran unas infusiones, que ellos tenían que madrugar y querían dormir tranquilos. ¡Pues lo tenían claro! porque un ejercito de angelitos comenzó a bajar de los cielos tocando toda clase de instrumentos de viento, cuerda y percusión. Cornetas, arpas y timbales para celebrar la llegada del niño Dios. Estuvieron armando gresca, desarmándola de nuevo, volviéndola a armar y comiendo polvorones hasta las cinco de la madrugada, lo que puso de muy mala leche a los pastores y, sobre todo, al rebaño, que era un grupo de ovejas muy limpias que se bañaban y rebañaban cada tres cuartos de hora.
Días más tarde, guiados por una estrella del music-hall que tenía unos pechos firmes y disciplinados, se presentaron los tres Reyes Majos (Robert Redford, Paul Newman y Sidney Poitier) para hacerle unas ofrendas que habían comprado en el rastro mientras viajaban disfrazados para no dejar rastro de su rostro: Oro, del que cagó el moro, después de padecer estreñimiento durante tres meses; incienso, luego existo y birra Kronenburg en litronas de a litro.
Cuando el rey Herodes Tejodes Malauva, soberano del reino, conoció la noticia del nacimiento del nuevo rey, que corría de boca en boca a punto de batir el record del mundo, pilló un CABREO mayúsculo y emitió un bando gutural en el que mandaba ejecutar a todos los recién nacidos, ya fueran niños o ancianos, para evitar la competencia des-Real. José y María, alertados por el arcángel Gabriel, que se presentó con una peluca monísima para advertirles sobre las malvadas intenciones de Herodes, salieron huyendo (u viniendo, según se mire) con rumbo desconocido, hacia Egipto, luego pienso, compuesto, para gallinas.
Y colorín colorado, si no es rojo, es encarnado. ¡Vaya trola te he contado!
Esta historia no pretende ser irreverente, sólo desmitificar el «milagriiito». Cualquier parecido con la realidad es pura barbaridad.