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Primitivo Casanova


El homo erectus, era un conquistador primitivo que vivió durante el Paleolítico en un ático dúplex, excavado en la roca de una montaña, que usaba como picadero. Era llamado así por su desmedida potencia sexual y su considerable «herramienta» de trabajo, la más notable entre los de su especie. Su pisito disponía de las más destacadas comodidades de la época: agua corriente cascada abajo, agua caliente a 380 grados procedente de unas termas, sauna, gimnasio, calefacción a chimenea, enmoquetado con piel de oso, vistas al sur, soleado todo el día y céntrico.
Algunos investigadores no se ponen de acuerdo en cuanto a las técnicas usadas por el homo erectus para sus conquistas, pues son de distintos países y hablan diferentes lenguas. Nosotros mencionaremos la teoría más razonable y comprensible de todas ellas, la del profesor Leónidas Pleoceno, uno de los investigadores que más dedicación puso en resolver este enigma a lo largo de toda su vida y cuyo trabajo le valió el premio Nobel de gastronomía en 1948.
Según el profesor Pleoceno, el homo erectus galanteaba a sus concubinas con un garrote de madera de abedul del nueve largo. El cortejo incluía frenéticos golpes con el garrote sobre el cráneo de la maciza de turno con la intención de amansarla convenientemente. Una vez amansada la ponía a resguardo de inoportunas interrupciones dentro de la caverna, para mayor intimidad, y se pasaba allí toda la tarde realizando una proeza tras otra, todo ello sin red y a cara descubierta, al igual que el resto del cuerpo.
Era tan impresionante el espectáculo copulativo que atraía la atención del resto de los homínidos, y se reunían frente a la entrada de la cueva para espiar las acometidas de su destacado congénere, envidia de todos ellos. De todas las partes nobles del continente acudían, para dar fe de tamañas proezas, las más distinguidas especies de la Creación: el hombre de Cromañón, el hombre de Sava, el hombre de Neandertal, el tercer hombre, el hombre del saco, el hombre lobo, el hombre por dios, y muchos otros hombres más que llegaban hasta allí atraídos por una sana curiosidad, que más tarde enfermó provocando una epidemia de cagaleras que se extendió hasta la Atlántida.
Un día se produjo la evolución natural después de tanto abuso y el homo erectus pasó a denominarse homo fláccidus, ya que el agotamiento de una vida desenfrenada había comenzado a hacer mella en su organismo. El pobre mellado vio desaparecer con estupefacción sus dotes de semental y se convirtió en pieza de museo antropológico al comprobarse que ya no le servía más que para evacuar los líquidos sobrantes de los procesos de asimilación de nutrientes. Vamos, que ya no le servía más que para mear. Eso sí, el homo flaccidus tenía una gran potencia meatoria.

El mismísimo demonio


Hace muchos, muchos años, cuando aún no existía la cerveza sin alcohol, el mundo estaba lleno de borrachos. La mayoría de ellos eran pobres y no tenían donde caerse muertos, por eso cuando morían permanecían de pie hasta que llegaba el sepulturero, que los enterraba en vertical para ahorrar espacio en el cementerio, dado el gran índice de mortalidad asociado a la pobreza. El poder adquisitivo de aquellas gentes era tan exiguo que no les alcanzaba ni para comprarse unos zapatos de piel de cocodrilo, así que era corriente verlos andar descalzos por la calle, mendigando limosna para poder mantener a su familia y a sus vicios que eran muchos, muchos, casi tantos como los años que hace de esto.
No todos los borrachos eran gente humilde que sobrellevaban su carga lo mejor que podían, algunos eran demasiado flacos para llevar carga y se servían de los animales para tal menester. Otros ni siquiera cargaban porque estaban estreñidos y se habían revelado contra el sistema, en una hora, en los laboratorios Kodak. Eran gente malvada que hacían lo imposible para hacer el mayor daño a los demás y sacar el mayor provecho para ellos mismos. El jefe de aquella pandilla de rufianes era un tipo canijo, con cara de mala uva, aspecto desaliñado y aliento pestilente al que todos llamaban Luzifer porque siempre llevaba encima una linterna que funcionaba con pilas alcalinas de larga duración.
Aquella escoria habitaba en el barrio de las tinieblas, situado en un oscuro rincón de la ciudad, sumidos en un mundo de sombras y suciedad del que emanaba un agrio hedor a podredumbre y humedad. Era lógico que el líder de aquella gente no fuera otro que el acomodador del cine, Luzifer en persona. Él les alumbraba el camino a seguir y todos confiaban en sus decisiones, hasta que un buen día se le acabaron las pilas y la gente se volvió contra él. Pero no adelantemos acontecimientos por la derecha o nos pondrán una multa de esas tan caras que ponen ahora. Mejor será que comencemos por el principio.
En un principio Dios creó el cielo y la tierra, y vió que era bueno. Y el séptimo día, el sábado, creó la televisión y descansó. Descansó el sábado porque, como Dios era americano, para Él la semana comenzaba el domingo. Fue años más tarde, cuando los sindicatos españoles quisieron reducir la semana laboral a cuarenta horas, cuando proclamaron también el domingo como día festivo, comenzando así la semana por el fatídico lunes.
Como la televisión era muy aburrida porque solo salía la carta de ajuste (aún no había canales privados), Dios decidió aprovechar sus conocimientos sobre ingeniería genética para crear unas criaturas que le divirtieran. Así fue como engendró a los ángeles, unos pequeñuelos con alas que hacían las delicias del Creador con sus piruetas. Los guardaba en el altillo, al que solo alcanzaba él, para que no se le escaparan, ya que eran muy jugetones y curiosones. Un día, al ir a guardar a uno de estos angelitos, se le calló de las manos, pegándose una buena hostia contra el suelo. El ángel caído no era otro que Luzifer, que ante la torpeza del Altísimo (medía más que Romai) le insultó con palabras dignas de un accidente de tráfico y se alejó de allí cagando leches, ya que tenía una diarrea incontenible.
Después de la tercera guerra mundial el mundo había quedado prácticamente irreconocible. La atmósfera quedó ennegrecida por el humo y el polvo. Apenas se podía ver la luz del sol. Las tinieblas se habían apoderado de la faz de la Tierra... ¿Cómo que me he saltado algo? ¡Aquí quien narra la historia soy yo! ¿Tendré que resumir un poco? ¡Buenos estamos! ¡Si quieren saber más, lean los periódicos! ¿Por dónde iba?, que ya me han despistado. ¡Ah, si! ... La hecatombe había pillado a Luzifer en una ferretería, comprando pilas nuevas para su linterna, ya que trabajaba de acomodador en el cine del barrio. Instaló las pilas, recién adquiridas, en el aparato y salió a la calle topándose con una densa oscuridad.
—¡Coño! ¡Con el buen día que hacía cuando entré en la tienda! ¿Qué habrá pasado?
—Se ha producido la tercera guerra mundial —dijo alguien—. Gracias a la tecnología punta, todo a tomar por saco en menos de treinta segundos.
—¡Joooooodeeer! —Exclamó Luzifer, que era un hombre de gran elocuencia.
Ante los nuevos acontecimientos se produjo un gran desconcierto de rock. La gente estaba nerviosa y empezaba a ponerse histérica. La confusión de manzanilla estaba a punto de producir el pánico en la población. La situación era más que inquietante. En un mundo de tinieblas la gente no sabía qué hacer ni a quien obedecer. Se rompieron los patrones de conducta. Hubo que avisar al sastre para que diseñara otros nuevos, pero a oscuras éste no podía hacer nada. De pronto Luzifer reconoció la oportunidad de su vida y tuvo una idea genial.
—Dejad que yo os guíe —dijo mientras encendía su linterna y la enfocaba hacia el camino.
Así fue como el demonio se convirtió en el cabecilla de aquel grupillo de hombrecillos que, al amparo de la oscuridad, se convirtieron en pillos, arrasando con todo lo que encontraban en su caminillo, sin existir otra ley más que... la del Señor de las Tinieblas: el mismísimo Luzifer, que tenía el liderazgo del grupo asegurado en el montepío Pío, gracias a las pilas alcalinas de larga duración que compró en la ferretería.
Cuando por fin se le agotaron las pilas, sus seguidores dejaron de seguirle, le inflaron a hostias y él salió volando maltrecho hacia las alturas para huir del linchamiento. Nunca más se le ha vuelto a ver.

Los artículos de broma más famosos, los de Indelecio Jocoso


Indelecio Jocoso Secachondea, nacido en Baracaldo (Starlux) en 1901, fue uno de los más productivos y originales empresarios de artículos de broma de todo el mundo. Aún en nuestros días son numerosísimos los visitantes que acuden a su panteón de campana para bailar un zapateado sobre su tumba.
Recién estrenado el siglo XX, nació en el seno de una modesta familia de comerciantes. Concretamente en el seno izquierdo de la madre, que era la única que tenía senos —aparte de la criada que, naturalmente, no era de la familia, seno alquilada por horas—.
El propio embarazo ya fue de lo más ocurrente. Su madre cambiaba de talla de sujetador más rápido que un político de chaqueta. Cuando ya no había más tallas en el mercado para aquel descomunal par de tetas, decidió ir al médico para ver qué estaba pasando realmente, porque ella de silicona, nada.
El médico del seguro, que era el encargado de las enfermedades de las pólizas, le dijo hernan-cortésmente:
—Señora, yo soy el médico del seguro y usted está indecisa. Debería ir a ver al médico del tetamen que es a quien corresponde su caso; pero ya que ha hecho el viaje, si tanto insiste, le haré una completa y exhaustiva exploración mamaria.
El médico la exploró con los recursos a su abasto, artesanalmente, y descubrió una región inhóspita, nunca antes visitada por hombre alguno —pues el embarazo era sicológico, obra del Espíritu Santo— y decidió hacer un reconocimiento de aquella zona más metisaquiculosamente. El examen fue tan exhaustivo que acabaron fumando un pitillo y tuteándose.
Después de una larga hora de exploración y palpamiento el docto pulpo sentenció:
—Si palpamiento, que me parta un rayo, pero lo cierto, querida palomita, es que tienes a la vista un estupendo par de gemelos, ya que el izquierdo es idéntico al derecho y viceversa.
La paciente, que no era una persona demasiado instruida, le contestó muy airada:
—(¡Prreet!) Viceversa lo será tu padre, cretino. (¡Prreet!) ¡Malditos gases!
—Quiero decir que ambos son idénticos, se mire por donde se mire.
—Pero... ¿qué hago yo ahora? ¿Qué le digo a mi marido?
—De momento tienes que comprarte un sujetador prenatal o acabarás barriendo el suelo con las domingas. Te daré la dirección de la tienda de mi cuñada donde, aparte de tratarte como te mereces, te harán un importante descuento por ir de mi parte.
—¿...Y qué pensará mi marido, que nunca me ha puesto una mano encima?
—En tal caso, seguramente pensará en cambiarse de sexo, en hacerse la manicura o en alguna mariconada por el estilo. Tú no te preocupes. Vete tranquila y piensa únicamente en el porvenir de tus hijos.
Nueve meses después de la visita, rompió ubres y dio a Luz dos hermosos mancebos porque ella no podía mantenerlos; pero Luz tampoco quiso hacerse cargo de los pequeñuelos y se los devolvió: «Si no puedes mantener a este par de angelitos, los dejas en el suelo, que de ahí no se caerán». Siguiendo el consejo de su amiga los dejó sentados en el suelo, y ahí se mantuvieron hasta que les llegó la edad de ir al colegio.
Comenzó entonces para Indelecio Jocoso una nueva etapa en su vida que marcaría su destino, con un hierro candente (como la pasta), hasta sus últimos días. Fue durante aquellos años escolares cuando descubrió su auténtica vocanción:

«En el cajón del maestro
hemos metido un lagarto,
cuando ha ido a pasar lista
ha palmado de un infarto.

Al director, del cabreo,
le da una angina de pecho,
el rostro se le enrojece
y cae al suelo maltrecho.

El enterrador que es listo
descubre la situación.
Está tan agradecido
que nos da una comisión.»

Así fue como Indelecio se convirtió en uno de los niños más traviesos del colegio, al menos mientras éste se mantuvo en funcionamiento. Sus travesuras corrían de boca en boca entre sus compañeros, como un porro en un guateque, y cada vez era más famoso. Entre sus fechorías mas notables se encuentran las siguientes: colocó una bomba de tiempo en el reloj del campanario y cada hora hacía un tiempo diferente; a su hermano, que era frecuente blanco de sus «bromitas», en cierta ocasión, le cambió la longaniza del bocadillo por un petardo de medio kilo y desde entonces dejaron de ser gemelos; a un profesor suplente, que pidió cerillas a los alumnos para encender un cigarrito, le abrasó con un lanzallamas; a sor Felisa, la maestra de religión, le colocó una caja llena de hormigas bajo los hábitos y, a los pocos minutos, tuvo que desprenderse de ellos y salir corriendo desnuda hacia el despacho del director; en una carrera de sacos colocó un bote de nitroglicerina dentro del saco del empollón de la clase; cuando las chicas se estaban cambiando para la clase de gimnasia, introdujo una docena de ratones en los vestuarios y éstas salieron despavoridas con lo que en ese momento llevaban puesto: el lazo de la coleta; sembró el jardín del colegio con semillas de plantas carnívoras y, cuando llegó la primavera, tuvieron que adelantar las vacaciones de verano porque no se podía entrar en clase; cambió la campana de llamar a clase por una zambomba; al profesor de música le colocó una bomba dentro del piano y saltó por los aires nada más tocar las teclas; durante un partido de fútbol cambió la pelota por un botijo; en una representación teatral sustituyó uno de los focos por el arpón de un ballenero y, al comenzar ésta, los actores se convirtieron en un curioso pincho moruno. Y así continúa una lista interminable de fechorías que le dieron tan merecida fama.
Debido a su mal comportamiento cambiaba de colegio constantemente. En cuanto uno quedaba en ruinas, su madre tenía que buscarle otro. Algún que otro director incluso mandó demoler él mismo el centro, al conocer su próxima llegada, para ahorrar tiempo y evitar la inminente entrada del vándalo infantil en su recinto.
Ya en la edad media (no cuando los hombres llevaban leotardos, sino en su edad adulta) comenzó una carrera meteórica como empresario de artículos de broma. Inventó la mierda de pega, que se llamaba así no porque fuera de mentira sino porque al pisarla te quedabas pegado en aquella porquería. Un gran hito para la industria fue el petardo estéreo, que era como los demás pero hacía el doble de ruido y además en alta fidelidad, ya que entre los petardos no existía el Adulterio Sánchez, más conocido como «el Dute», que no tenía nada que ver con los petardos pero era muy amigo de la guardia civil, la señora ésta del sombrero tan raro, que siempre iba vestida de un color verde sin estampados: verde uniforme.
Los competidores en el negocio se convirtieron con el tiempo en blancos de sus «bromitas» y rápidamente descendía la competencia de manera inexplicable, al tiempo que aumentaban los accidentes de origen desconocido. En poco tiempo, acaparó el mercado del artículo de broma y llegó a obtener grandes beneficios.
Su hermano, ciego de envidia por sus triunfos y de odio por lo que le había hecho padecer de pequeño, se compró un bastón blanco y unas gafas negras en las rebajas y solicitó una esquina para vender cupones. La esquina que le tocó en sorteo quedaba próxima a uno de los negocios de Indelecio; cosa que indignó a su hermano, ya que, encima, tenía que soportar las bromitas que le gastaba cada día cuando iba a comprarle los iguales. ¡Menos mal que nunca le reconoció! Lo cual fue aprovechado para planear una venganza aun más contundente (igual que la pasta).
Manipulando los cupones hábilmente, su hermano consiguió que le tocaran dos mil millones de premio en uno de los sorteos. Como Indelecio era un hijo de mala madre pero no sabía nadar, se ahogó en la abundancia y pasó a mejor vida, heredando su hermano toda la pasta (no, ésta no es «al dente» sino contante y sonante). Desde entonces el día de su muerte fue declarado, en su memoria, «día mundial del cachondeo»; pero no como homenaje póstumo precisamente, sino para celebrar tan regocijante pérdida.

Los Pieles Rojas



Los Pieles Rojas eran unos indios americanos que vivieron hace muchos años en el lejano oeste, por la provincia de Lugo y alrededores. Se les llamaba así porque tenían la piel muy colorada de tanto comer productos picantes y de beber vino de Rioja en abundancia. Eran unos grandes saltarines ya que gran parte de su tiempo lo dedicaban a saltar diligencias, carretas de colonos o buscadores de oro y, a veces, caravanas enteras; luego pasaban el platillo y recogían la colecta, que generalmente era bastante sustanciosa. Estos indios tenían fama de ser muy guerreros y amantes de la caza pero también eran muy desvergonzados, ya que vestían de una manera muy provocativa, exhibiendo impúdicamente gran parte de su encarnada anatomía. Todo esto llegó a oídos del Papa, quien al enterarse puso el grito en el cielo, con lo que agarró una afonía que le duró varios meses.
El enrojecimiento habitual de estos indios se veía incrementado durante los meses de verano, a pesar de que por aquel entonces la capa de ozono contaba con una buena tapadera. Era típico del lugar verlos pasear por esas fechas más colorados que un turista sueco en Benidorm. En estas circunstancias había que ser muy cauteloso con ellos pues las palmaditas en la espalda les ponían de muy mala leche.
El desierto, próximo a las praderas donde cazaban los Pieles Rojas, se ponía insoportable de calor durante la estación estival y el único ser viviente que disfrutaba de tan árida climatología era la serpiente de cascabel (sonajerus culebris) que aprovechaba para campar y huertar a sus anchas y largas. Dicho ofidio producía un tintineo alegre semejante a una bolsa llena de monedas de oro, lo cual fue la perdición de más de un miope, pues el veneno de dicho reptil era mortal de necesidad según se especificaba en un real decreto. A veces se reunían varios de estos crótalos en algún nido de víboras y aprovechaban para interpretar la quinta sinfonía de Beethoven para cascabeles y sonidos sibilantes, favorita entre al amplio repertorio que contaba con piezas tan célebres como: «doce cascabeles lleva mi caballo», «¿quien le pone el cascabel al gato?», «la luna cascabelera» y un sinfín de temas navideños de lo más heterogéneo.
En tan acalorados períodos, la sequía y el peligro de incendio aumentaban. Para contrarrestar estos inconvenientes climatológicos era muy típico verlos ejecutar la danza de la lluvia, baile parecido a la jota aragonesa y a la y griega, solicitando el favor de los dioses con objeto de refrescar un poco el ambiente.
Los Pieles Rojas vivían en chozas o chabolas en forma de cucurucho invertido, ya que si ponían el cucurucho en la posición correcta la inestabilidad del habitáculo era manifiesta; además, en época de lluvias el salón-comedor-cocina se ponía perdido de agua y después no había quien lo encontrara. Debido a todos estos inconvenientes un buen día se decidió invertir la posición del cucurucho y el tiempo (el cronológico y el atmosférico) confirmó más tarde que fue una decisión de lo más acertada.
Los indios Pieles Rojas se agrupaban en tribus de unos pocos individuos para facilitar la labor del Censo, que por aquel entonces aún no se había informatizado. Dichas tribus estaban gobernadas por un Jefe guerrero, que daba las órdenes oportunas para organizar la sociedad en pos del progreso de la raza, y un Consejo de Ancianos, que se encargaba de pararle los pies al Jefe cuando éste se desmandaba. El servicio militar era obligatorio para los miembros varones, y duraba prácticamente hasta la vejez o la muerte en combate. Las mujeres no tenían miembro, ni lavavajillas, ni derecho a sufragio, ni perrito que les ladrara y se pasaban el día holgazaneando holgadamente.
Los guerreros, en tiempo de paz, se afanaban en jugar al escondite o, como se le denomina ahora, buscar Camorra, y cuando Camorra se escondía tan bien que se hacía ilocalizable, se entretenían cazando búfalos o jugando a la brisca en la tasca del poblado. En cambio, cuando desenterraban el hacha de guerra no había quien los aguantara, pues se pasaban el día haciendo el indio y realizando una trastada tras otra como una manada de salvajes gamberros: hacían pintadas en las paredes de Fort Apache, destrozaban cabinas telefónicas, quemaban buzones de correos, cortaban cabelleras, hacían la manicura y un montón de perrerías más.
Lo más pintoresco de estos indios era los apelativos con que se identificaban para distinguirse unos de otros. Estos motes o nombres primitivos casi siempre hacían referencia a alguna característica destacada u original del individuo en cuestión. Por ejemplo: «Saeta Veloz» siempre corría hacia el campo velozmente aquejado por su diarrea crónica, «Gacela Silvestre» era una maciza indomable por sus modales asilvestrados, «Pluma Dorada» era la vedette oficial de la tribu que varias veces había recibido el premio «miss pechuga mojada», ya que los Pieles Rojas nunca usaban camiseta, «manos temblorosas» era el viejo verde que perseguía a las muchachitas más inocentes del grupo (murió de una coz que le propinó una búfala al verse acosada sexualmente por tan perverso anciano), «Terciopelo Sedoso» era el mariquita, «Tótem Carnoso» era el superdotado, «Puchero Sabroso» era el cocinero, y así hasta un sinfín de nombres de lo más curioso y variopinto.
Religiosamente se les podía catalogar en la sección de varios ya que tenían diversos dioses, uno para cada ocasión, aunque el más nombrado era Manitú, que debía ser el jefe de todos ellos. Los dioses eran adorados con rituales que incluían, habitualmente, el sacrificio de algún animal; salvo en Viernes Santo que sacrificaban un bonito del norte, un feo del sur, un horroroso del oeste o un horrible del este.
Un buen día, un grupo denominado «defensores de los derechos de los animales» se manifestó contra los rituales tradicionales por considerarlos crueles y poco respetuosos con la vida animal del planeta. Tras algunas sentadas frente a la tienda del Consejo de Ancianos y algunas huelgas de hambre que hicieron crecer los adeptos a la causa, alcanzando estaturas de un metro noventa y cinco, consiguieron la abolición de tan inhumanas prácticas. A partir de entonces las ofrendas a los dioses consistieron en: coles de Bruselas, fresas de Lepe, plátanos de Canarias, nueces de California y otros tipos de vegetales con denominación de origen.
Los nuevos rituales provocaron una falta de interés en los más conservadores y se produjo una crisis de creencias religiosas; hasta que, años más tarde, sufrieron la influencia iluminadora del budismo a través de un chino que pasaba por allí por casualidad atravesando el desierto descalzo, con las botas colgando del cuello y alimentándose de raíces. El chino les inició espiritualmente y les enseñó algunos golpes de kung-fu para que aprendieran a defenderse del Hombre Blanco, que era el peor enemigo de los Pieles Rojas.
El Hombre Blanco era un tipo gordo y grasiento, propietario de un «holding» inmobiliario que pretendía hacerse con los terrenos de los indios para construir rentables bloques de apartamentos a precio de saldo, con la intención de fomentar el turismo y el progreso para enriquecerse aún más. Como los Pieles Rojas se oponían a tales especulaciones, el Hombre Blanco hizo gala de su inmenso poder y les envió al séptimo de caballería para darles un buen escarmiento. Si no vendían por las buenas, venderían por las malas.
La caballería realizó una buena escabechina y el Hombre Blanco se salió con la suya, como de costumbre. Grandes rascacielos fueron construidos en mitad de las praderas donde cazaban los indios. Así las cosas, a estos no les quedó más opción que agruparse en reservas y solicitar del gobierno la denominación de «especie en vías de extinción». Para cuando les llegó dicha calificación, dada la lentitud con que trabajaba el gobierno, ya se habían extinguido sin remedio.

Los Hijos de los Bares del Sur



A bordo del velero «El Cirio de San Pancracio» los días se hacían interminables. El capitán reunió a la tripulación y les ordenó:
—A ver si me hacéis los días más cortos, porque a este paso nunca veremos tierra.
—Pero... capitán, si hacemos los días más cortos, envejeceremos más rápido y, además de la pata de palo, te saldrán patas de gallo y se nos llenará la cara de arrugas.
—Coño, tienes razón, «Bribón»; pero hemos de atracar con prontitud: nos estamos quedando sin provisiones.
—Yo propongo que atraquemos una joyería —gritó un exaltado.
—Yo propongo que atraquemos una zapatería —propuso otro.
El capitán, extrañado, requirió una explicación:
—Atracar una joyería me parece una buena idea; pero, ¿cual es el motivo para atracar una zapatería?
—Porque en la zapatería encontraremos, sin duda, un buen botín.
—¡Hostia, qué chiste más malo! Que le den cien latigazos.
—Qué poca gracia tiene el tío ese —comentó un marinero a otro.
—Lo que pasa es que es masoquista y ya no sabe qué hacer para que lo azoten —le explicó un colega.
Como el barco era una sociedad cooperativa y se gobernaba bajo un régimen democrático de adelgazamiento, sometieron a votación la propuesta de atracar una joyería para proveerse de fondos. La propuesta fue aprobada casi unánimemente con un único voto en contra: el del masoquista, que seguía insistiendo:
—Yo «boto» por la zapatería.
—Ya me tiene harto el payaso este —gritó el capitán—. Que lo echen a los tiburones.
Y, sin más miramientos, lo lanzaron al agua para que fuera pasto de las temibles reses marinas. Mientras un tiburón le masticaba un tobillo, el masoquista gritaba agitando los brazos de forma amanerada:
—Así, ladrón, así. ¡Cómeme todita! ¡Qué guuuuusto, madre!
Pero no pudo disfrutar demasiado de la situación porque otro escuálido, que hacía meses que no comía —de ahí lo de escuálido—, le arrancó la cabeza de una dentellada y le devoró las entrañas y las conocidas mientras mantenía una dura pugna contra sus congéneres para no perder la presa. Mientras eructaba, satisfecho por el almuerzo, del interior de su estómago salió una voz lastimosa que decía:
—Brutote, más que brutote.
La nave, inmediatamente, puso rumbo a las «Natillas Holandesas», que eran unas islas caribeñas muy apetecibles para el gusto de aquellos hombres depravados: lobos de mar, besugos de tierra y pájaros de mal agüero. Allí donde llegaban, eran temidos por sus crueles ejercicios de poder y su violencia gratuita y libre de impuestos. Mataban a los hombres y a los no tan hombres, violaban a las mujeres y a las cabras y se comían a los niños y a las niñas como si fueran tiernos lechones, asados.
Regaban, abundantemente, los infantiles banquetes, con su bebida favorita: el ron. «Ron Quido, el ron de los muy ronqueros» y «los viejos ronqueros nunca mueren», rezaba la publicidad en la sacristía. La publicidad era muy cara, pero muy beata —mejor será que cuide un poco el estilo literario no vaya a ser que acabe yo también siendo aperitivo de los tiburones—. También había un anuncio de la Dirección General de Tráfico Marítimo que decía: «Si bebes, no navegues».
Aquellos hombres eran unos desalmados. Se les conocía por todo el mundo como «piratas» porque, en cuanto llegaba la Justicia, se piraban cagando leches. La Justicia era alérgica a las diarreas y no tenía más remedio que dejarlos escapar. A pesar de ser unos escapados no se puede decir de ellos que no tuvieran agallas. Sin duda, eran los tíos más valientes y arriesgados de todo el Pacífico, que por aquel entonces se llamaba «Peleón».
Al llegar a las «Natillas Holandesas» descubrieron que se habían acabado los postres, lo cual les puso de muy mal humor y durante una semana completa no hicieron otra cosa que saquear la villa. Organizaron una orgía y un gran alboroto. Se corrían —y nunca mejor dicho— unas juergas de padre y muy señor mío y agarraban unas borracheras impresionantes.
Cuando, por fin, se hubieron divertido de lo lindo a pesar de ser tan feos, se dirigieron, haciendo eses y haches intercaladas —por el alcohol—, hacia la joyería del poblado, con la intención de atracarla y hacerse con el botín.
—Manos arriba, esto es un atraco —gritó el capitán mientras irrumpía en el establecimiento rompiendo la delgada puerta de una patada—. Vamos, echa todas las joyas que tengas en ese cofre o lo pagarás con la vida.
—Perdón, señor —dijo el dependiente, tembloroso—, creo que estáis en un lamentable error. Esto es una bollería, y yo soy el panadero.
—Por mil demonios —exclamó el capitán—... ¡Qué fallo más gordo! —Y de un tiro en la frente hizo morder las tablas del suelo al comerciante—. Mejor no darle la oportunidad de contarlo... ¡Menudo pitorreo...!
Al marinero «Lupas» no lo mató porque era el único que sabía leer:
—La próxima vez que te equivoques, te cuelgo del palo mayor.
—Pero, capitán, un fallo lo tiene cualquiera.
—Anda, anda —le recriminó mientras lo echaba fuera de la tienda de un cogotazo—, ¡mira que confundir «joyería» con «bollería»...!
El marinero salió despedido, sin derecho a subsidio y con un tremendo impulso, fuera del establecimiento, entre las risotadas de todos los concurrentes y sin currentes.
—En marcha, bucaneros. No perdamos más el tiempo.
Y tanto que perdieron el tiempo: cuando llegaron, la joyería ya estaba cerrada a cal y canto. La puerta no era como la de la bollería, ni mucho menos; debía tener, al menos, medio metro de grosor, por el ruido sordo que hacía al golpearla. Era maciza como una mulatona caribeña.
—¿Qué hacemos ahora, capitán? —Preguntó el atontado de turno mientras alguien, detrás suyo, murmuraba: «Se ha colado, era mi turno.»
—A ver... Dejadme pensar... —Y media hora después—: ¡Ya está! Haremos salir al joyero con cualquier pretexto y, una vez en nuestras manos, le amenazamos de muerte si no nos entrega toda su mercancía.
—Qué buena idea, capitán. No cabe duda de que eres un gran estratega.
—Calla, pelota. ¿Cómo te van a caber dudas con un cerebro tan pequeño?
El capitán empezó a aporrear la puerta de la joyería con urgencia:
—Ah, de la casa... ¿Hay alguien?
—No contestan, capitán.
—Calla, estúpido... Ah, de la casaaaa...
Una ventana, en el piso de arriba, se abrió, y apareció en ella la bella imagen de una mujer joven, de espectaculares formas curvilíneas, que provocó un gran alboroto entre la facinerosa multitud congregada frente a la tienda. Debía tratarse de la hija del joyero.
—¡Hostia, macho, vaya gachí!
—¡Tía buena, maciza, jamona!
—¡Ven p’acá, reina, que te quiero hincar el diente!
—Pues yo quiero hincarle otra cosa...
—¡Vaya par de tetas! ¡Si no te tas quieta, no dejarán de brincar!
—Silencio, coño —se impuso el capitán, demostrando a aquel pimpollo quién era el que mandaba allí. Los silbidos y alaridos cesaron al instante y éste tuvo que buscarse otro empleo.
—¿Qué os trae por aquí, forasteros?
Las palabras de aquella hermosura animaron de nuevo el cotarro y se produjo un cuchicheo de murmullos: su voz había sonado grave y ronca como un trueno.
—¡Coño, esta tía bebe más ron que nosotros!
—O fuma más que Santiago Carrillo.
—Escuchad, bella señora —habló el capitán—. Vamos de invitados a una gran boda y queremos comprar algunas alhajas para la novia.
—Por vuestro aspecto, más parece que vengáis de una orgía que vayáis a una boda.
—En realidad venimos de la despedida de soltero del novio. Por favor, disculpad nuestro aspecto y abridnos para que podamos elegir las mejores galas para la novia.
—Ya está cerrado. Volved mañana a primera hora y seréis bien atendidos.
—Se trata de una emergencia, hermosa dama. Mañana temprano hemos de zarpar hacia la isla de Trinidad, donde tendrá lugar la ceremonia, y allí no hay centros comerciales ni joyerías.
La maciza quedó pensativa unos instantes, indecisa. El capitán, para influirla en su decisión, le mostró una gran bolsa llena de monedas de oro y la hizo sonar.
—Os pagaremos muy bien la molestia, linda señora.
—Está bien —accedió aquel prototipo de hembra—. Enseguida bajo a abriros.
Los piratas comenzaron a saltar de júbilo y el capitán tuvo que calmarlos repartiendo unas infusiones de tila. Por fin, la puerta de la joyería se abrió y los hombres cejaron el tumulto. Las puertas quedaron de par en par, pero el interior permanecía sombrío y no se veía a nadie dentro. El capitán meditaba pensativo con la mosca detrás de la oreja, atraida por la roña, cuando los hombres se abalanzaron, antorchas en mano, hacia el interior de la joyería.
—Vamos a enseñarle a esa palomita lo que es un hombre.
—Eso, eso, a por ella.
Los hombres irrumpieron en la estancia y la luz de las antorchas iluminó, con vivos destellos, las joyas expuestas en las vitrinas. Quedaron absortos ante la contemplación de tan deslumbrante espectáculo. De pronto, la puerta se cerró a sus espaldas, con un gran cerrojazo, atrayendo la atención de todos.
Allí, flanqueando la entrada, de pie, con las piernas ligeramente flexionadas, estaba la tía imponente que momentos antes les hablara desde la ventana superior y que ahora sostenía entre sus manos una impresionante y pesada arma, parecida a un gigantesco fusil que ellos nunca habían visto con anterioridad. Atónitos, boquiabiertos, contemplaban con estupor el increíble calibre del cañón que les apuntaba.
—Cooooño —acertó a decir uno.
Súbitamente, aquella boca metálica empezó a escupir proyectiles sin descanso con un tableteo ensordecedor mientras la tiarrona desplazaba el arma en un movimiento suave de barrido y aquellas depravadas sanguijuelas iban cayendo, uno a uno, entre alaridos de dolor y de pánico, ante el inmenso poder de tan aniquiladora arma.
Varios minutos después, los hombres yacían en el suelo, amontonados de forma caprichosa, mientras una vaporosa nube de humo, producida por la pólvora, flotaba sobre sus cuerpos inertes. La amazona lanzó el arma sobre el montón de carne, ésta rebotó sobre las costillas de un cuerpo y fue a parar al suelo mientras la moza arrancaba con la mano izquierda su larga cabellera rubia, dejando al descubierto un pelo moreno cortado meticulosamente en reducidas dimensiones.
De debajo del mostrador emergió un tipo alto y delgado, enfundado en una gabardina de color caqui. Una llamativa boina verde cubría su cabeza.
—Buen trabajo, Rambo.
—Gaciaz, cheñó, gñ.
Mientras tanto, el capitán, que se había quedado fuera, ponía leguas de por medio, dejando en el aire un asqueroso olor a calzoncillos sucios.

La «Sangrada» Familia

José Palomares Pardillo regentaba una tienda de bricolage en la ciudad Palestina de Nazaret. Los arbitrios futboleros de la declaración por módulos eran tan caros que le abrumaban. Se veía, por ello, obligado a cobrar dinero negro, amarillo y moteado por algunas de sus chapuzas, para poder pagar el alquiler a fin de mes. De no hacerlo así, el casero, que era uno de los arbitrios futboleros que siempre pitaba a favor de su equipo, les pondría de putitas en la pata calle, y José con minifalda estaba horroroso.
La situación era tan precaria que su esposa, María Inmaculada Doncella Impoluta, también se veía obligada a contribuir al desarrollo de la economía familiar vendiendo a domicilio los prestigiosos productos, cocientes y restos de la afamada casa Avión. Llevaban poco tiempo casados y ya empezaban a arrepentirse con tanta penuria y dificultades como pasaban.
—Si al menos nos tocaran los ciegos –decía María desconsolada.
—¿Es que no tienes bastante con tu Pepe? ¿Acaso no te manoseo yo lo suficiente? –Se indignaba José.
—No, si yo me refería al cuponazo ese del copón.
Tal era la desesperación de María, que un día, mientras José trabajaba en la tienda, construyendo una galera a base de mondadientes, decidió que ya había sufrido bastante y abrió la espita del gas dispuesta a meter la cabeza dentro del horno, como hacían los domadores de cocinas; pero el gas no salía porque hacía tres meses que no pagaban y Catalana de Gases les cortó el suministro de energía y medio ambiente. En lugar de gas, un humo blanquecino brotó de los quemadores invadiendo la estancia y materializándose en el cuerpo de un hermoso ángel de alas resplandecientes y cabellos dorados.
En cuanto María se fijó en su cabellera, corrió al cajón de la mesa de la cocina, sacó unas tijeras de cortar pollo y empezó a pegarle trasquilones hasta dejarlo más pelón que el famoso caramelo empalado. El ángel no cesaba de repetir entre sollozos: «mis ricitos, mis ricitos», mientras que María por su parte gritaba loca de contento mientras guardaba los rizos áureos en una taleguilla que usaba para ir a la panadería a por tabaco: «¡qué bien, por fin podré comprarme la lavadora automática con estos rizos de oro!».
—No seas tan materialista que estoy aquí por un asunto mucho más transcendental que los simples bienes mundanos: vengo a hacerte un importante anuncio.
María salió corriendo, a toda prisa, hacia el cuarto de baño.
—Pero, ¿dónde vas, desgraciada? ¡Que me dejas con la palabra en la boca!
—Perdón, es por la costumbre: yo, siempre que vienen los anuncios, aprovecho para ir al cuarto de baño a evacuar mis aguas menores. Si no, luego pierdo el hilo de los culebrones y me desespero porque no puedo pegar la hebra con las vecinas.
—Yo sí que estoy desesperado... y eso que sólo llevo aquí dos minutos. ¡Pero qué encarguitos me manda el Hacedor! He venido a hacerte un anuncio, pero no un anuncio comercial sino a darte una buena nueva.
—Ah! Tú eres el presentador del Telediario.
—No, hija, no. Yo soy el arcángel Gabriel y he venido para anunciarte la llegada del Mesías. –Y con voz impersonal añadió– : Por vía uno, andén tercero, va a efectuar su entrada el Mesías (dentro de algunos días). Tiene parada en todas las estaciones y apeaderos y viene a redimir al género humano de sus pecados.
—Y, a mí, ¿qué me importa eso?
—Tú serás quien lo engendrarás, y lo llevarás en tu vientre hasta el día de su nacimiento.
—¿Yo? ¿Preñada? ¡Pero si mi Pepe es más impotente que Matusalén!
—No será José quien te fecunde, tu concepción será por obra y gracia del Espíritu Santo.
—Sí que tiene gracia, sí. Bueno, ya me tienes más que harta. Ya te estás largando de aquí con viento fresco, que me tienes hasta las narices con tanta tontería.
Y dicho esto empezó a sacudirle con una escoba hasta que se convirtió en polvo de nuevo y salió huyendo, como alma que lleva el diablo, por entre las rendijas del extractor de humos.
María cogió su muestrario de productos, cocientes y restos Avión y salió a la calle dispuesta a ganarse el sostén, que tenía ya las glándulas mamarias muy caídas. Su primer cliente de la tarde fue un hombre muy amable y distinguido, pues tenía un lunar fosforescente en la nariz que se distinguía a media legua. Este hombre tan relamido (al tener media legua tenía que lamer dos veces), después de mostrarse dispuesto a comprarle una loción para después del afeitado en supositorios, la invitó a tomar un té con pastas. María accedió encantada, pues todo lo que fuera llevarse algo a la boca era bien recibido.
La pobre María no sabía lo que le esperaba: el cliente resultó ser un maníaco pervertido que aprovechó las necesidades de sed y alimento de María para acosarla sexualmente, violarla sexualmente y embarazarla, naturalmente.
—Pero, por Dios, ¿qué me hace usted?
—Eso, eso. Por Dios, y en el nombre del Espíritu Santo, yo te inauguro y te vuelvo a meter el puro.
—¡Dios mío! Luego era verdad lo que dijo el arcángel.
—Así es, palomita. Te voy a hacer un hijo que será el redentor y salvador del mundo cristiano. Y a propósito de ano...
—No, por favor, ¡que tengo almorranaaaayyyy!
La pobre María sufrió toda clase de vejaciones y jovenciones durante varias horas seguidas, seguidas por un detective privado, como el WC. El Espíritu Santo estaba hecho un verdadero semental. Más tarde, mientras echaban el pitillo:
—¿Y qué le diré a mi marido? Se sorprenderá cuando me vea el bombo.
—Dile que se ha obrado en tu cuerpo un milagro divino de Valdepeñas: la concepción, sin pescado ni marisco, del hijo del hombre, el salvador de las almas fieles, el rey de los cristianos.
—¿Y tragará?
¡Qué iba a tragar! Era cornudo pero no gilipollas. Después de pegarle una buena zurra a su mujer, por zorra, imploró a Dios, que estaba en las alturas, como de costumbre, y le expresó sus quejas.
—Señor, mi mujer me la ha pegado con otro.
—Y tú le has pegado a ella, insensato. Si pierde a la criatura, mi venganza será terrible.
—Pero, ¿es que os ponéis de parte de esta adúltera, Señor?
—Indudablemente. Todo esto es obra mía. Debido a tu impotencia crónica copulativa María no podía concebir hijos. Es por ello que decidí hacer una fecundación in vitro con mi propio semen a través del Espíritu Santo. Si todo sale bien espero conseguir el premio Nobel antes de jubilarme de júbilo.
—¿Y qué pinto yo en esta historia?
—Tú serás el impotente cornudo que se hará cargo de la educación del pequeño hasta que éste adquiera la edad y los conocimientos necesarios para predicar mi doctrina por todo el mundo. Su misión será difundir mi Verdad, crear una institución religiosa, abrir sucursales y vender Biblias a domicilio como churros.
Cuando ya estaba próximo el nacimiento del redentor, José y María tuvieron que salir cagando leches de Nazaret: Hacienda había descubierto el fraude de la tienda de bricolage y el pretor Carlus Solchagum Melaspagarás les perseguía para «pretarles» las tuercas, como buen pretor que era.
Fueron a refugiarse en un pesebre abandonado que encontraron en una ciudad que se llamaba como mi prima: Belén. Allí permanecieron varios días esperando el nacimiento de la criatura, mientras María buscaba un nombre que ponerle y José se dedicaba a satisfacer todos sus antojos, también llamados prismáticos o catalejos.
Por fin María rompió aguas… ¿o fue Moisés? El pesebre, a pesar de ser gratis y estar exento de contribución territorial urbana, era muy frío y húmedo; por eso en cuanto el pequeño asomó la cabeza entre las piernas de su madre empezó a estornudar convulsivamente.
—¡Jesús! –Dijo la madre.– Ya está, le llamaremos Jesús. ¡Qué buena idea!
Unos pastores que pasaban por allí, alertados por los estornudos, se acercaron para ofrecerles unas hojas de menta y eucalipto para que le hicieran unas infusiones, que ellos tenían que madrugar y querían dormir tranquilos. ¡Pues lo tenían claro! porque un ejercito de angelitos comenzó a bajar de los cielos tocando toda clase de instrumentos de viento, cuerda y percusión. Cornetas, arpas y timbales para celebrar la llegada del niño Dios. Estuvieron armando gresca, desarmándola de nuevo, volviéndola a armar y comiendo polvorones hasta las cinco de la madrugada, lo que puso de muy mala leche a los pastores y, sobre todo, al rebaño, que era un grupo de ovejas muy limpias que se bañaban y rebañaban cada tres cuartos de hora.
Días más tarde, guiados por una estrella del music-hall que tenía unos pechos firmes y disciplinados, se presentaron los tres Reyes Majos (Robert Redford, Paul Newman y Sidney Poitier) para hacerle unas ofrendas que habían comprado en el rastro mientras viajaban disfrazados para no dejar rastro de su rostro: Oro, del que cagó el moro, después de padecer estreñimiento durante tres meses; incienso, luego existo y birra Kronenburg en litronas de a litro.
Cuando el rey Herodes Tejodes Malauva, soberano del reino, conoció la noticia del nacimiento del nuevo rey, que corría de boca en boca a punto de batir el record del mundo, pilló un CABREO mayúsculo y emitió un bando gutural en el que mandaba ejecutar a todos los recién nacidos, ya fueran niños o ancianos, para evitar la competencia des-Real. José y María, alertados por el arcángel Gabriel, que se presentó con una peluca monísima para advertirles sobre las malvadas intenciones de Herodes, salieron huyendo (u viniendo, según se mire) con rumbo desconocido, hacia Egipto, luego pienso, compuesto, para gallinas.
Y colorín colorado, si no es rojo, es encarnado. ¡Vaya trola te he contado!


Esta historia no pretende ser irreverente, sólo desmitificar el «milagriiito». Cualquier parecido con la realidad es pura barbaridad.

Man zana in córpore zano

He decidido crear este nuevo blog, añadido a mi página principal en la pestaña Paridash, para plasmar mis nuevas paridas "literarias" que complementarán mis dos antiguos libros, ahora reeditados en formato electrónico y que podéis descargar aquí para torturar regalar a quien odiéis queráis.

Desde ahora, cualquier idea que penetre en mi mente, tras la oportuna gestación, podréis verla parida aquí... a menos que vaya a salir un engendro excesivamente horroroso y decida abortar.

Para iniciar esta nueva andadura, he elegido una poesía, concebida varios meses atrás. Más bien es una sucesión de pareados. Está dedicada a una querida, aunque reciente, amiga. Espero que ella no se ofenda por esta publicación sorpresa pero, si así fuera, sé que algún día me perdonará; tiene para ello toda la vida por delante y un culo precioso por detrás. Diré también, como descargo, que no anhelo molestarla pues la amo con todo mi corazón y, si ella se dejara, estaría dispuesto a amarla con algún otro órgano. Quizá, esto último podría decírselo a cualquier mujer que no fume y, a ser posible, que no beba café pero mejor será que me muerda la lengua. ¡Aaauu! Ezpedo que dizfdutéiz de la ledtuda.


Man zana in córpore zano

La doctora Calderón
no aconseja el salchichón
porque dice que es mal vicio
comer morcilla y "choricio".

No recomienda el fiambre
por mucho que pases hambre.
En su lugar aconseja
comer arroz y lenteja,
gran variedad de verdura
y mucha fruta madura.

Decía una de mis tías
que de lo que comes crías.
Así que evita lo muerto
y come lo que te da el huerto.


Dedicado cariñosamente a:

IMPORTANTE ACTUALIZACIÓN: Por consejo editorial, para evitar problemas legales, los nombres propios han sido cambiados (y, ya puestos, los ajenos también). Cualquier parecido con la realidad es pura barbaridad.



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