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El crápula Drácula


El conde Drácula era un duque que vivió durante los siglos XVI, XVII, XVIII y 1X2 en Transilvania, provincia de Cáceres, al lado del Machu Pichu. Su envidiable longevidad se debe, shogún afirman los japoneses, a que tomaba mucho Cola-Cao en el desayuno y en la merienda. Según parece, el viejo conde fue una auténtica sanguijuela. Toda su vida fue un parásito de la sociedad ya que nunca daba golpe, ni siquiera para llamar a las puertas. Las llamaba a gritos. «Puertaaaaas», gritaba. ¿Alguna vez han visto a una puerta correr a su encuentro? ¿No, verdad? ¡Hay que ser gilipuertas para pretenderlo!
Sus relaciones sexuales eran de lo más perversas que se puedan imaginar. No, no, todavía más perversas. ¡Pero hombre, que poca imaginación tienen, mis queridos lectores! ¡Esperaba mucho más de ustedes! Su perversión era tal que más de una jovencita se personó en la comisaría con un mordisco en el cuello dispuesta a denunciarle por brutalidad. ¿Ya se hacen una idea? Pues aprovechen y háganse también un jersey de lana que se acerca el frío invierno.
Era un tipo muy misterioso y enigmático. Imagínense que dormía durante el día y por la noche, de trasnoche. ¿Se lo han imaginado? Estupendo, ya veo que van aprendiendo. Además de esas costumbres tan extrañas, el conde dormía en el interior de un ataúd. ¡No me negarán que hay que tener estómago y mal gusto para hacer eso! Sin embargo a él le encantaba. Se sentía como en el regazo materno.
Tenía la peculiaridad de trasformarse en murciélago y, todas las noches, salía volando por la ventana en busca de alguna hermosa joven de tierna piel a la que mordisquear. Era el único medio de transporte del que disponía ya que en la autoescuela no le quisieron dar el carnet de conducir. Después de lo que le hizo al examinador suerte tuvo al salir vivo de allí.
El examinador le reprochó a voz en grito el no haberse parado en un paso de peatones, arrollando con el carruaje a más de veinte transeúntes que pasaban por allí en hora punta. El conde había acudido al examen aprovechando un eclipse total de sol, debido a lo sensible que era su piel a los rayos de su majestad el astro rey. Un pequeño rayo de sol podía velarlo como si fuera un rollo de película fotográfica. El eclipse no duraría eternamente y ya no disponía de más tiempo para discutir su torpeza con aquel rojo chillón (el examinador era comunista), así que propinó un buen mordisco en el cuello al evaluador, zanjando de una vez la cuestión. Propinó, porque ya le había dado antes otra docena de ellos, succionándole toda la sangre de su cuerpo y dejándolo arrugado como una pasa. Los transeúntes se le enfrentaron y tuvo que salir pitando penaltys y fueras de juego.
Su sed de sangre era tan insaciable que a veces incluso se mordía él mismo imitando a la pescadilla. Bebía sangre de todas clases y de las más variadas calidades. Lo mismo le daba que fuera sangre de niño que de mujer, pero a veces hacía distinciones. Para los solemnes días de celebración tomaba sangre azul. En el aperitivo prefería el sabor dulzón de la sangre de diabético. En el verano lo que más le gustaba era la sangre de horchata, que era más refrescante, sobre todo granizada; pero entre horas no tenía preferencias. Al no poder superar su adicción, ingresó en Vampiros Anónimos, donde permaneció más de cincuenta años. Mas como no conseguía dejarlo decidió asumir su destino como chupóptero, como ya habían hecho docenas de políticos antes que él.
Cuando se producía alguna guerra dentro de la vieja Europa, que por aquel entonces todavía era joven y bonita, siempre se apuntaba voluntario a la Cruz Roja, concretamente en el departamento de transfusiones. Disfrutaba con aquel trabajo pero la mayoría de las veces los médicos le ponían de patitas en la calle al darse cuenta que su adicción por la sangre era la causa de que nunca hubiera suficientes existencias para asistir a los heridos. Hasta que un día se reformó y puso su exquisito paladar al servicio de la ciencia, degustando análisis de sangre.
En su nuevo trabajo, tenía el portentoso don, simplemente saboreando una muestra de sangre, de adivinar el grupo sanguíneo, el Rh, el grado de alcoholemia, la densidad de glóbulos rojos, el pronóstico del tiempo y el último número aparecido en el sorteo de la ONCE MENOS VEINTE. Tras siglo y medio al servicio de la ciencia médica abandonó su profesión cuando le pidieron que se encargara también de los análisis de orina y de heces, cosa que le resultó repulsiva.
Como era un hombre de grandes horizontes, un buen día decidió divertirse un poco tomándose unas vacaciones. Así que se marchó a Kenya para participar en un safari por el África salvaje. Sin embargo, los mosquitos que habitaban en los pantanos de la selva eran grandes como caballos y representaban una dura competencia para él. Famélico y demacrado emprendió el regreso a casa deseando no salir nunca más de sus feudos.
Resentido por el resultado de su viaje a África empezó a cometer fechorías. La densidad de población descendió un cuarenta por ciento con respecto al mismo período del año anterior. Los campesinos tomaron medidas para hacerse unos trajes y para protegerse del acoso del conde. Colocaron en las puertas de sus casas ajos y crucifijos, símbolos a los que tenía un verdadero pavor. Como era un ateo fanático no podía soportar el signo de la cruz, hasta tal punto que era incapaz de rellenar una quiniela futbolística. El ajo lo odiaba porque de pequeño cayó dentro del puchero en el que su madre cocinaba pollo al ajillo. Aquello representó un gran trauma para él y se le quedó grabado en el subconsciente. Tampoco soportaba las iglesias ni las catedrales. Además le molestaba la luz del sol. El conde era un verdadero monstruo pero hay que reconocer que tenía más puñetas que un viejo chocho. Que no es lo mismo que un chocho viejo.
Los campesinos organizaban batidas de vainilla para buscarlo y cuando conseguían dar con su panadero le compraban unos chusquitos y se hacían bocadillos de jabón serrano que estaba muy bueno y limpiaba las tripas. Cuando por fin encontraban al conde le perseguían durante días enarbolando unos palos con la punta afilada en actitud amenizadora. ¡Para entretenerse, vamos! Esto era porque, según cuenta la leyenda, la única manera de hacer desaparecer los efectos del Cola-Cao que el conde tomaba en el desayuno era clavarle una estaca en el corazón. Pero el conde se conocía muy bien todos los atajos del bosque y siempre daba esquinazo a sus perseguidores. Incluso se divertía burlándolos y atacando a pequeños grupos que se habían disgregado durante la persecución.
Al no conseguir librarse de él, decidieron poner el asunto en manos de una organización dedicada a la exterminación de bichos indeseables. Los científicos, que ya habían cosechado grandes éxitos en la eliminación de varios tipos de chupópteros con una nueva arma química a la que llamaban DDT, decidieron fumigar la región desde el aire sirviéndose de globos aerostáticos, que se quedaban en el aire y no se movían. De ahí su nombre. El éxito no fue exactamente el esperado, pero al menos no volvieron a verle el colmillo por el pueblo. El conde consiguió escapar pero los productos químicos le produjeron un asma crónica y no le quedaron deseos de volver más por allí.
Al cabo de tantos años de persecuciones y vicisitudes se dio a la sangría, él decía que era para olvidar, y agarraba unas cogorzas tremendas. Una de esas veces, después de haber bebido más de la cuenta, se le ocurrió irse a la playa, durante el mediodía, que es cuando había más ambiente, a ver si veía alguna tía jamona en top less a la que hincarle el diente. Comprendió demasiado tarde su estúpida imprudencia y mientras se convertía en sucio polvo pudo comentar: «Nunca pensé que me sentara tal mal un baño de sol. ¡Con lo bueno que es para el reuma!».



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