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El mismísimo demonio


Hace muchos, muchos años, cuando aún no existía la cerveza sin alcohol, el mundo estaba lleno de borrachos. La mayoría de ellos eran pobres y no tenían donde caerse muertos, por eso cuando morían permanecían de pie hasta que llegaba el sepulturero, que los enterraba en vertical para ahorrar espacio en el cementerio, dado el gran índice de mortalidad asociado a la pobreza. El poder adquisitivo de aquellas gentes era tan exiguo que no les alcanzaba ni para comprarse unos zapatos de piel de cocodrilo, así que era corriente verlos andar descalzos por la calle, mendigando limosna para poder mantener a su familia y a sus vicios que eran muchos, muchos, casi tantos como los años que hace de esto.
No todos los borrachos eran gente humilde que sobrellevaban su carga lo mejor que podían, algunos eran demasiado flacos para llevar carga y se servían de los animales para tal menester. Otros ni siquiera cargaban porque estaban estreñidos y se habían revelado contra el sistema, en una hora, en los laboratorios Kodak. Eran gente malvada que hacían lo imposible para hacer el mayor daño a los demás y sacar el mayor provecho para ellos mismos. El jefe de aquella pandilla de rufianes era un tipo canijo, con cara de mala uva, aspecto desaliñado y aliento pestilente al que todos llamaban Luzifer porque siempre llevaba encima una linterna que funcionaba con pilas alcalinas de larga duración.
Aquella escoria habitaba en el barrio de las tinieblas, situado en un oscuro rincón de la ciudad, sumidos en un mundo de sombras y suciedad del que emanaba un agrio hedor a podredumbre y humedad. Era lógico que el líder de aquella gente no fuera otro que el acomodador del cine, Luzifer en persona. Él les alumbraba el camino a seguir y todos confiaban en sus decisiones, hasta que un buen día se le acabaron las pilas y la gente se volvió contra él. Pero no adelantemos acontecimientos por la derecha o nos pondrán una multa de esas tan caras que ponen ahora. Mejor será que comencemos por el principio.
En un principio Dios creó el cielo y la tierra, y vió que era bueno. Y el séptimo día, el sábado, creó la televisión y descansó. Descansó el sábado porque, como Dios era americano, para Él la semana comenzaba el domingo. Fue años más tarde, cuando los sindicatos españoles quisieron reducir la semana laboral a cuarenta horas, cuando proclamaron también el domingo como día festivo, comenzando así la semana por el fatídico lunes.
Como la televisión era muy aburrida porque solo salía la carta de ajuste (aún no había canales privados), Dios decidió aprovechar sus conocimientos sobre ingeniería genética para crear unas criaturas que le divirtieran. Así fue como engendró a los ángeles, unos pequeñuelos con alas que hacían las delicias del Creador con sus piruetas. Los guardaba en el altillo, al que solo alcanzaba él, para que no se le escaparan, ya que eran muy jugetones y curiosones. Un día, al ir a guardar a uno de estos angelitos, se le calló de las manos, pegándose una buena hostia contra el suelo. El ángel caído no era otro que Luzifer, que ante la torpeza del Altísimo (medía más que Romai) le insultó con palabras dignas de un accidente de tráfico y se alejó de allí cagando leches, ya que tenía una diarrea incontenible.
Después de la tercera guerra mundial el mundo había quedado prácticamente irreconocible. La atmósfera quedó ennegrecida por el humo y el polvo. Apenas se podía ver la luz del sol. Las tinieblas se habían apoderado de la faz de la Tierra... ¿Cómo que me he saltado algo? ¡Aquí quien narra la historia soy yo! ¿Tendré que resumir un poco? ¡Buenos estamos! ¡Si quieren saber más, lean los periódicos! ¿Por dónde iba?, que ya me han despistado. ¡Ah, si! ... La hecatombe había pillado a Luzifer en una ferretería, comprando pilas nuevas para su linterna, ya que trabajaba de acomodador en el cine del barrio. Instaló las pilas, recién adquiridas, en el aparato y salió a la calle topándose con una densa oscuridad.
—¡Coño! ¡Con el buen día que hacía cuando entré en la tienda! ¿Qué habrá pasado?
—Se ha producido la tercera guerra mundial —dijo alguien—. Gracias a la tecnología punta, todo a tomar por saco en menos de treinta segundos.
—¡Joooooodeeer! —Exclamó Luzifer, que era un hombre de gran elocuencia.
Ante los nuevos acontecimientos se produjo un gran desconcierto de rock. La gente estaba nerviosa y empezaba a ponerse histérica. La confusión de manzanilla estaba a punto de producir el pánico en la población. La situación era más que inquietante. En un mundo de tinieblas la gente no sabía qué hacer ni a quien obedecer. Se rompieron los patrones de conducta. Hubo que avisar al sastre para que diseñara otros nuevos, pero a oscuras éste no podía hacer nada. De pronto Luzifer reconoció la oportunidad de su vida y tuvo una idea genial.
—Dejad que yo os guíe —dijo mientras encendía su linterna y la enfocaba hacia el camino.
Así fue como el demonio se convirtió en el cabecilla de aquel grupillo de hombrecillos que, al amparo de la oscuridad, se convirtieron en pillos, arrasando con todo lo que encontraban en su caminillo, sin existir otra ley más que... la del Señor de las Tinieblas: el mismísimo Luzifer, que tenía el liderazgo del grupo asegurado en el montepío Pío, gracias a las pilas alcalinas de larga duración que compró en la ferretería.
Cuando por fin se le agotaron las pilas, sus seguidores dejaron de seguirle, le inflaron a hostias y él salió volando maltrecho hacia las alturas para huir del linchamiento. Nunca más se le ha vuelto a ver.



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