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Romancero gitano, me la coges con la mano


Amaba el gitano Antonio
a una hermosa gitana
que en las noches de verano
siempre dormía sin pijama.

Pedro Serrano, una noche,
corría por una vereda
montado sobre una moto
cuando se pinchó una rueda.

El camino estaba cerca
de unas cuantas cabañas.
Si no pedía pronto ayuda
sería pasto de alimañas.

Se acercó con gran cuidado
a una de las chabolas
y al mirar por la ventana
vio a la gitana en bolas.

Al ver a la tía en sombras
se quedó prendado el payo;
«pero vería mejor —dijo—
si me iluminara un rayo.»

La luna que oyó su ruego,
al sentir que la adoraba,
descubrió con luz su cuerpo
y al tío le cayó la baba.

Al disiparse lo oscuro
quedó visible su pecho
excitando a aquel mirón
que no era ningún estrecho.

Al ver brillar, por la luz,
aquel buen par de melones
la sangre hirvió en sus venas.
Se le hincharon los cojones.

Aquel miembro inflado estaba
a punto de reventar.
Para calmarlo debía
a la moza deshonrar,

pues en aquella chabola
cuarto de baño no había
para calmar sus ardores
dándose una ducha fría.

Si ésto el novio supiera
no lo tomaría a broma,
pero qué podía hacer él
viendo aquella tía jamona.

Sus partes nobles pedían
a rabiar aquella ofensa,
su picha iba a estallar
pues ya la tenía muy tensa.

«Que Dios me perdone —dijo,
entrando por la ventana.—»
Si se enteraba el gitano
lo pasaría mal mañana.

Pero ahora deseaba
pasarlo divinamente,
pues la tía creyó soñar
y le siguió la corriente.

Pedro Serrano pensaba
que era un hombre afortunado
mientras clavaba su hombría
en aquel coño mojado.

Disfrutaban del amor
envuelto el uno en el otro
y aquel payo ganador
se portaba como un potro.

Sus jadeos y suspiros
templaron el aire frío.
De pronto la pava dijo:
«¡Este hombre no es el mío!»

Pero al verse consciente
en aquella situación
sopesó las circunstancias
y cambió de opinión.

«Qué más da si pierdo el virgo
ante un hombre tan dotado.
Seguro que en este caso
lo que hago no es pecado.»

«Prosigue tu faena. —dijo—
Clávame otra vez tu estaca.»
Y se pasaron la noche,
saca y mete, mete y saca.

Después de tanta movida,
Pedro sintió un espasmo;
ya le faltaba muy poco
para llegar al orgasmo.

Estaba pensando entonces:
«¡Ésta es mejor que Merche!»,
cuando oyó una voz de hombre
y se le cortó la leche.

Era Antonio que había ido
a ver a su nena hermosa,
que con aquellas dos tetas,
podía pasar cualquier cosa.

«¿Qué estás haciendo, cerdo?
—dijo abriendo una navaja—
Te voy a cortar la picha
en un montón de rodajas.»

«Me está haciendo una mujer.
—dijo ella interviniendo—
Él es más hombre que tú.
Ya puedes salir corriendo.»

«¿Qué está diciendo esta tía?
—pensó Pedro para sí—
Esto se pone muy feo,
sobre todo para mí.»

Antonio ya estaba ciego
y acercándose a su amada,
en un ataque de celos,
le pegó diez puñaladas.

Pedro, al ver correr la sangre,
se tomó un vaso de vino
y, al encontrarse mejor,
le reprochó al asesino:

«¿Pero qué has hecho, cabrón?
Ahora no podré acabar.
Para bajar la hinchazón
me la tendré que cascar.»

Y agarrando una escopeta,
que había sobre la mesa,
le pegó un tiro en el vientre
y brotó la sangre espesa.

El disparo resonó
como el cañón de un soldado.
La gente se despertó
preguntando: «¿Qué ha pasado?»

Pedro escapó corriendo
cual relámpago en la noche.
Huyó hacia la carretera
para parar algún coche.

Oyó que alguien gritaba:
«Alto a la guardia civil»;
pero él seguía corriendo
para alejarse de allí.

«Alto te digo, imbécil.
—gritaba un guardia con barbas—
O te paras ahora mismo,
o te pongo a criar malvas.»

«Ahora verás —dijo el guardia
viendo su gran morcillón—
Si le doy donde yo quiero
crearé el tiro al pichón.»

Se oyó de nuevo un disparo.
Una bala cortó el viento.
Le atravesó el corazón.
Sólo sufrió un momento.

Y la luna avergonzada
al ver herido su pecho
lloraba desconsolada:
«¡Dios mío, pero qué he hecho!»

Las lágrimas derramadas,
se convirtieron en perlas
y si miras hacia el cielo
todavía podrás verlas.



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