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Los Hijos de los Bares del Sur



A bordo del velero «El Cirio de San Pancracio» los días se hacían interminables. El capitán reunió a la tripulación y les ordenó:
—A ver si me hacéis los días más cortos, porque a este paso nunca veremos tierra.
—Pero... capitán, si hacemos los días más cortos, envejeceremos más rápido y, además de la pata de palo, te saldrán patas de gallo y se nos llenará la cara de arrugas.
—Coño, tienes razón, «Bribón»; pero hemos de atracar con prontitud: nos estamos quedando sin provisiones.
—Yo propongo que atraquemos una joyería —gritó un exaltado.
—Yo propongo que atraquemos una zapatería —propuso otro.
El capitán, extrañado, requirió una explicación:
—Atracar una joyería me parece una buena idea; pero, ¿cual es el motivo para atracar una zapatería?
—Porque en la zapatería encontraremos, sin duda, un buen botín.
—¡Hostia, qué chiste más malo! Que le den cien latigazos.
—Qué poca gracia tiene el tío ese —comentó un marinero a otro.
—Lo que pasa es que es masoquista y ya no sabe qué hacer para que lo azoten —le explicó un colega.
Como el barco era una sociedad cooperativa y se gobernaba bajo un régimen democrático de adelgazamiento, sometieron a votación la propuesta de atracar una joyería para proveerse de fondos. La propuesta fue aprobada casi unánimemente con un único voto en contra: el del masoquista, que seguía insistiendo:
—Yo «boto» por la zapatería.
—Ya me tiene harto el payaso este —gritó el capitán—. Que lo echen a los tiburones.
Y, sin más miramientos, lo lanzaron al agua para que fuera pasto de las temibles reses marinas. Mientras un tiburón le masticaba un tobillo, el masoquista gritaba agitando los brazos de forma amanerada:
—Así, ladrón, así. ¡Cómeme todita! ¡Qué guuuuusto, madre!
Pero no pudo disfrutar demasiado de la situación porque otro escuálido, que hacía meses que no comía —de ahí lo de escuálido—, le arrancó la cabeza de una dentellada y le devoró las entrañas y las conocidas mientras mantenía una dura pugna contra sus congéneres para no perder la presa. Mientras eructaba, satisfecho por el almuerzo, del interior de su estómago salió una voz lastimosa que decía:
—Brutote, más que brutote.
La nave, inmediatamente, puso rumbo a las «Natillas Holandesas», que eran unas islas caribeñas muy apetecibles para el gusto de aquellos hombres depravados: lobos de mar, besugos de tierra y pájaros de mal agüero. Allí donde llegaban, eran temidos por sus crueles ejercicios de poder y su violencia gratuita y libre de impuestos. Mataban a los hombres y a los no tan hombres, violaban a las mujeres y a las cabras y se comían a los niños y a las niñas como si fueran tiernos lechones, asados.
Regaban, abundantemente, los infantiles banquetes, con su bebida favorita: el ron. «Ron Quido, el ron de los muy ronqueros» y «los viejos ronqueros nunca mueren», rezaba la publicidad en la sacristía. La publicidad era muy cara, pero muy beata —mejor será que cuide un poco el estilo literario no vaya a ser que acabe yo también siendo aperitivo de los tiburones—. También había un anuncio de la Dirección General de Tráfico Marítimo que decía: «Si bebes, no navegues».
Aquellos hombres eran unos desalmados. Se les conocía por todo el mundo como «piratas» porque, en cuanto llegaba la Justicia, se piraban cagando leches. La Justicia era alérgica a las diarreas y no tenía más remedio que dejarlos escapar. A pesar de ser unos escapados no se puede decir de ellos que no tuvieran agallas. Sin duda, eran los tíos más valientes y arriesgados de todo el Pacífico, que por aquel entonces se llamaba «Peleón».
Al llegar a las «Natillas Holandesas» descubrieron que se habían acabado los postres, lo cual les puso de muy mal humor y durante una semana completa no hicieron otra cosa que saquear la villa. Organizaron una orgía y un gran alboroto. Se corrían —y nunca mejor dicho— unas juergas de padre y muy señor mío y agarraban unas borracheras impresionantes.
Cuando, por fin, se hubieron divertido de lo lindo a pesar de ser tan feos, se dirigieron, haciendo eses y haches intercaladas —por el alcohol—, hacia la joyería del poblado, con la intención de atracarla y hacerse con el botín.
—Manos arriba, esto es un atraco —gritó el capitán mientras irrumpía en el establecimiento rompiendo la delgada puerta de una patada—. Vamos, echa todas las joyas que tengas en ese cofre o lo pagarás con la vida.
—Perdón, señor —dijo el dependiente, tembloroso—, creo que estáis en un lamentable error. Esto es una bollería, y yo soy el panadero.
—Por mil demonios —exclamó el capitán—... ¡Qué fallo más gordo! —Y de un tiro en la frente hizo morder las tablas del suelo al comerciante—. Mejor no darle la oportunidad de contarlo... ¡Menudo pitorreo...!
Al marinero «Lupas» no lo mató porque era el único que sabía leer:
—La próxima vez que te equivoques, te cuelgo del palo mayor.
—Pero, capitán, un fallo lo tiene cualquiera.
—Anda, anda —le recriminó mientras lo echaba fuera de la tienda de un cogotazo—, ¡mira que confundir «joyería» con «bollería»...!
El marinero salió despedido, sin derecho a subsidio y con un tremendo impulso, fuera del establecimiento, entre las risotadas de todos los concurrentes y sin currentes.
—En marcha, bucaneros. No perdamos más el tiempo.
Y tanto que perdieron el tiempo: cuando llegaron, la joyería ya estaba cerrada a cal y canto. La puerta no era como la de la bollería, ni mucho menos; debía tener, al menos, medio metro de grosor, por el ruido sordo que hacía al golpearla. Era maciza como una mulatona caribeña.
—¿Qué hacemos ahora, capitán? —Preguntó el atontado de turno mientras alguien, detrás suyo, murmuraba: «Se ha colado, era mi turno.»
—A ver... Dejadme pensar... —Y media hora después—: ¡Ya está! Haremos salir al joyero con cualquier pretexto y, una vez en nuestras manos, le amenazamos de muerte si no nos entrega toda su mercancía.
—Qué buena idea, capitán. No cabe duda de que eres un gran estratega.
—Calla, pelota. ¿Cómo te van a caber dudas con un cerebro tan pequeño?
El capitán empezó a aporrear la puerta de la joyería con urgencia:
—Ah, de la casa... ¿Hay alguien?
—No contestan, capitán.
—Calla, estúpido... Ah, de la casaaaa...
Una ventana, en el piso de arriba, se abrió, y apareció en ella la bella imagen de una mujer joven, de espectaculares formas curvilíneas, que provocó un gran alboroto entre la facinerosa multitud congregada frente a la tienda. Debía tratarse de la hija del joyero.
—¡Hostia, macho, vaya gachí!
—¡Tía buena, maciza, jamona!
—¡Ven p’acá, reina, que te quiero hincar el diente!
—Pues yo quiero hincarle otra cosa...
—¡Vaya par de tetas! ¡Si no te tas quieta, no dejarán de brincar!
—Silencio, coño —se impuso el capitán, demostrando a aquel pimpollo quién era el que mandaba allí. Los silbidos y alaridos cesaron al instante y éste tuvo que buscarse otro empleo.
—¿Qué os trae por aquí, forasteros?
Las palabras de aquella hermosura animaron de nuevo el cotarro y se produjo un cuchicheo de murmullos: su voz había sonado grave y ronca como un trueno.
—¡Coño, esta tía bebe más ron que nosotros!
—O fuma más que Santiago Carrillo.
—Escuchad, bella señora —habló el capitán—. Vamos de invitados a una gran boda y queremos comprar algunas alhajas para la novia.
—Por vuestro aspecto, más parece que vengáis de una orgía que vayáis a una boda.
—En realidad venimos de la despedida de soltero del novio. Por favor, disculpad nuestro aspecto y abridnos para que podamos elegir las mejores galas para la novia.
—Ya está cerrado. Volved mañana a primera hora y seréis bien atendidos.
—Se trata de una emergencia, hermosa dama. Mañana temprano hemos de zarpar hacia la isla de Trinidad, donde tendrá lugar la ceremonia, y allí no hay centros comerciales ni joyerías.
La maciza quedó pensativa unos instantes, indecisa. El capitán, para influirla en su decisión, le mostró una gran bolsa llena de monedas de oro y la hizo sonar.
—Os pagaremos muy bien la molestia, linda señora.
—Está bien —accedió aquel prototipo de hembra—. Enseguida bajo a abriros.
Los piratas comenzaron a saltar de júbilo y el capitán tuvo que calmarlos repartiendo unas infusiones de tila. Por fin, la puerta de la joyería se abrió y los hombres cejaron el tumulto. Las puertas quedaron de par en par, pero el interior permanecía sombrío y no se veía a nadie dentro. El capitán meditaba pensativo con la mosca detrás de la oreja, atraida por la roña, cuando los hombres se abalanzaron, antorchas en mano, hacia el interior de la joyería.
—Vamos a enseñarle a esa palomita lo que es un hombre.
—Eso, eso, a por ella.
Los hombres irrumpieron en la estancia y la luz de las antorchas iluminó, con vivos destellos, las joyas expuestas en las vitrinas. Quedaron absortos ante la contemplación de tan deslumbrante espectáculo. De pronto, la puerta se cerró a sus espaldas, con un gran cerrojazo, atrayendo la atención de todos.
Allí, flanqueando la entrada, de pie, con las piernas ligeramente flexionadas, estaba la tía imponente que momentos antes les hablara desde la ventana superior y que ahora sostenía entre sus manos una impresionante y pesada arma, parecida a un gigantesco fusil que ellos nunca habían visto con anterioridad. Atónitos, boquiabiertos, contemplaban con estupor el increíble calibre del cañón que les apuntaba.
—Cooooño —acertó a decir uno.
Súbitamente, aquella boca metálica empezó a escupir proyectiles sin descanso con un tableteo ensordecedor mientras la tiarrona desplazaba el arma en un movimiento suave de barrido y aquellas depravadas sanguijuelas iban cayendo, uno a uno, entre alaridos de dolor y de pánico, ante el inmenso poder de tan aniquiladora arma.
Varios minutos después, los hombres yacían en el suelo, amontonados de forma caprichosa, mientras una vaporosa nube de humo, producida por la pólvora, flotaba sobre sus cuerpos inertes. La amazona lanzó el arma sobre el montón de carne, ésta rebotó sobre las costillas de un cuerpo y fue a parar al suelo mientras la moza arrancaba con la mano izquierda su larga cabellera rubia, dejando al descubierto un pelo moreno cortado meticulosamente en reducidas dimensiones.
De debajo del mostrador emergió un tipo alto y delgado, enfundado en una gabardina de color caqui. Una llamativa boina verde cubría su cabeza.
—Buen trabajo, Rambo.
—Gaciaz, cheñó, gñ.
Mientras tanto, el capitán, que se había quedado fuera, ponía leguas de por medio, dejando en el aire un asqueroso olor a calzoncillos sucios.



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